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“Uber se fue a vivir con un viejo. Se enamoró. Es un berraquito el Uber”
5
La música reventaba en los cuerpos sudorosos, las luces rojas volaban, yo estaba en shock y escuchaba muy lejanas las palabras de odio que aquella mujer gigantesca descargaba sobre mi cadáver: “Aquííí nooo se puedennn besarrr. ¡Se largan ya!”
II
Uber caminaba igual que su madre, a pasitos cortos y apresurados que le imprimían una velocidad algo divertida. Parecía una geisha. Uber era uno más de nuestra gallada y le queríamos bastante. Su nombre nos parecía extraño y sus inflexiones femeninas lo hacían diferente. Nunca llegamos a hablar de eso entre el resto de nosotros. Uber no sabía jugar fútbol, por lo tanto siempre lo poníamos como defensa.
No me gustaba enfrentarlo porque era demasiado fuerte y hacerle una gambeta era casi imposible. Arremetía como un camión, la pelota pasaba, pero uno siempre terminaba mordiendo aquel polvo negro de la cancha donde jugábamos. Reía y de sus carcajadas brotaba mucha felicidad.
Quizá fue el único que no se agarró a puñetazos con otro amigo. Era un niño noble y alegre, hijo de un policía retirado. Su padre era un tipo amable y llevaba un bigote negro y poblado.
Crecimos un poco y el rock duro llegó a nuestras vidas. Desde muy niños habíamos formado en la cuadra una especie de clan demasiado revoltoso para el gusto de los padres. Aquel vínculo silencioso y fuerte llevó a que la música y su modo de vida, que algunos pocos acogimos como una religión, fuera inconscientemente aceptada por otros que, a decir verdad, no sentían conmoción al escuchar el punteo de una guitarra eléctrica. Uber estaba entre estos últimos.
Andaba con nosotros y voleaba la melena en la oscuridad de aquellas casas a las que íbamos a emborracharnos con vino Tres patadas y a escuchar los discos de Black Sabbath. También corría junto a nosotros, riendo a carcajadas, cada vez que llegaba la policía a desalojarnos de los “sollis” y a repartir bolillo por todos lados.
corría junto a nosotros, riendo a carcajadas, cada vez que llegaba la policía a desalojarnos de los “sollis” y a repartir bolillo por todos lados.
Una tarde corrió la voz: Uber tiene novia. Una rockera del barrio Pedregal. Era una mujer sonriente, pequeñita y morena. Caminaban de la mano por la calle, entraban a la casa y luego subían la escalera que llevaba a la terraza en la que los padres de Uber le habían construido su propio cuarto. Todos envidiábamos aquel cuarto. Por aquellos días hablábamos a sus espaldas y nos preguntábamos cómo, cuándo y dónde había conquistado a esa nena. En fin, estábamos felices por él.
Crecimos todos. Algunos murieron masacrados en alguna taberna. Eran los días de Pablo y no volvimos a las esquinas a escuchar casetes de Led Zeppelin en la enorme grabadora plateada de Luis. Los sobrevivientes nos largamos del norte. La vida continuó. Casi nunca nos veíamos. Uber desapareció por completo de nuestras vidas. Una tarde volví a la cuadra de mi infancia. Quería visitar al padre de uno de mis amigos en su lecho de enfermo. Hablamos de los viejos tiempos y nos reímos de cuando él nos regañaba por nuestras andadas. Vi por la ventana a la madre de Uber, fumando en su balcón, y de inmediato pregunté por él. Desde su cama, el padre de mi amigo me miró: “Uber se fue a vivir con un viejo. Se enamoró. Es un berraquito el Uber”, dijo con esa voz dulce y sabia de quien está a punto de morir.
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“Aquííí nooo se puedennn besarrr. ¡Se largan ya!”.