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Donde los artistas árabes se habían esforzado en crear figuras como flores, los maestros
nórdicos inventaron animales fabulosos que al mismo tiempo se desenfrenaban y se
sometían al yugo de la ornamentación, e incluso se convertían ellos mismos en
ornamentos. Tras la esplendorosa fastuosidad de sus enrevesadas guirnaldas de animales
a las que posteriormente corresponden en los escritos de Islandia el torbellino de
palabras de las canciones de los bardos, imperan la economía y la organización. De otro
modo no habría sido posible someter esas figuras polífonas a la limitada superficie de
una hebilla de cinturón.
Si en alguna parte del arte antiguo rige la ley del acorde de los contrarios, en ningún
sitio se muestra con más claridad que en el arte vikingo.
Pone al descubierto, como todas las manifestaciones de vida de los pueblos nórdicos, la
colosal vitalidad y el dinamismo de los vikingos, así como su capacidad para la
subordinación y su facultad de esbozar leyes y realizarlas, cuando era necesario, en la
superficie del tamaño de un fíbula.
El resto es secreto. El arte nórdico tenía también el carácter de un culto, estaba
profundamente enraizado en el suelo de la magia, totalmente integrado en las
representaciones mitológicas de la época de los vikingos. Quizás incluso ejercía, como
conjetura Holmqvist, la función de un lenguaje de imágenes que, como los jeroglíficos
egipcios, servía para transmitir informaciones con signos. Así podían, para hombres
capaces de leerlos, haber tenido un sentido que va mucho más allá de lo que nuestros
ojos pueden abarcar.
Pero estas son hipótesis que se pueden defender, pero imposible probar.
Los Cincuenta Años de Oseberg.
Los enigmas que plantea una y otra vez la ornamentación nórdica de animales quizá
hayan contribuido a que hasta hoy no ocupen un lugar destacado en los grandes tratados
de arte. El formalismo de la exposición, la servidumbre a un determinado repertorio de
formas y, no en último lugar, el que en su mayor parte se trate de un quehacer artístico
de miniaturistas del que sólo se aprecia su riqueza examinándolo con lupa, han
producido que las obras de los anónimos maestros vikingos sigan viviendo fuera del
campo de la cultura tradicional.
Las excepciones pronto se enumeran: la collera de caballo y el hacha de Mammen, las
dos armazones de tiro de Sollested, la pequeña copa de plata y la gran piedra de Jelling,
la veleta de bronce dorado de Heggen en Noruega, su competidora sueca de Södelara,
algunas piedras rúnicas y varias esculturas de Gotland y con ello están mencionadas casi
todas las piezas famosas del arte vikingo. Pero con una excepción: las obras de los
maestros de Oseberg.
Más que cuanto ha quedado, las tallas de Oseberg proporcionan el paradigma de este
tipo de arte desconcertante y fascinador. Los trineos, coches y pilastras con cabezas de
animales de la colina Oseberg, cuyo descubrimiento, en el verano de 1904, se cuenta
entre los hitos afortunados de la arqueología, proporcionaron al historiador de la cultura
nórdica una impresión abrumadora de la categoría de los maestros tallistas vikingos y la
firme convicción de que habían sido los precursores de las grandes revoluciones