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Pero no sólo eso; el grifo fundó un estilo de extraordinaria fuerza vital, fue la fuente de
la juventud de una inagotable renovación del viejo arte ornamental nórdico sobre
motivos animales y durante doscientos años le regaló su indeleble peculiaridad.
Las tallas de Oseberg marcan las etapas de este proceso de renovación con insuperable
claridad, sobre todo en las diversas cabezas de animales. Al principio están los trabajos
del académico conservador que cubre la lanza de tiro del fastuoso trineo con figuras de
pájaros que se entrelazan en múltiples combinaciones y la termina con la talla de una
maligna cabeza de dragón que ríe sarcásticamente.
Se le considera el maestro más seguro, más exacto y detallista de todos los maestros de
Oseberg. Las entrevesadas líneas de su cabeza de dragón están trabajadas con
inquietante pulcritud en la pardusca madera de arce. No hay ninguna intranquilidad en
la composición, ningún tanteo inseguro con el cuchillo; con claridad y con firmeza, el
dibujo de ha vertido en la oscura madera. La característica especial en esta obra tan
elegante como majestuosa consiste en el cuello liso entre la parte de la cabeza cubierta
con cuerpos de animales entrelazados y el ornamento geométrico del alzacuello.
Pero el conjunto produce la impresión de algo demasiado conseguido, demasiado
acabado, demasiado hecho. Es un producto de ese estilo de perfección que los tallistas
nórdicos de alrededor del 800 dominaban, aparentemente, sin el menor esfuerzo.
A este producto le siguió el encrespado dramatismo de las tempranas formas del grifo
en la obra del renacimiento carolingio que igualmente cubre la cabeza de un grotesco
ser fabuloso con un trenzado de entrelazados cuerpos de animales.
Allí hierven, según Oxenstierna, gordos y vigorosos grifos pequeñitos de narices chatas
y ojos saltones. Se agarran convulsivamente entre sí, se tiran y se arañan con garras y
patas, desarticula sus pesados cuerpos para encontrar sitio: la zarpa a la garganta, seis
puños cruzados en todas direcciones. Se aferran a los desnudos tupés, olfatean los
bordes, se muerden en la grupa. Finalmente todos se acomodan. Ni un segundo reina la
calma; todo sigue lleno de tensión, de movimiento y de vida. Y este singular conjunto
en una cabeza de dragón que ríe con afilados colmillos.
No hay nada que preguntar: se trata de un nuevo estilo. Si bien el renacimiento
carolingio está aún presente, el renacimiento carolingio que rige entre los tallistas de
Oseberg marcha ya por un camino propio.
Y luego el maestro barroco que cubre sus dragones con corazas de escamas en un
pequeño medallón en cuya limitada superficie se desahogaban centenares de expansivas
figuras de animales: cuerpos estirados y flexibles de animales de presa que se levantan
vigorosamente de la superficie. A pesar de esta postura se tiene la impresión de que ni la
rozan siquiera. La talla produce la impresión de una envoltura ornamental, la cabeza y el
cuello del monstruo de piedra rodeados como por una red. El relieve decorativo no se
contenta con suprimir la superficie, casi la hace desaparecer.
El maestro barroco que, como el más joven de los tres grandes tallistas de Oseberg,
trabajó alrededor del 850, dominaba ya el estilo grifo con la más alta perfección. Quien
se adentra en los detalles ve y comprueba en sus trabajos una exótica y desbordante
fantasía que juega sobre un trozo de seca madera como en un órgano lleno de