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(Edda de Semund). Allí se sentaba Forseti, el legislador, sobre un elevado trono cada día, resolviendo las diferencias entre los dioses y los hombres, escuchando pacientemente a ambos lados de cada interpelación y pronunciando finalmente sentencias tan equitativas que nadie podía encontrarle fallos a sus decretos. Tal era la elocuencia y el poder de persuasión de este dios que siempre lograba llegar a los corazones de sus oyentes y nunca fallaba en reconciliar a los más denodados enemigos. Todos los que habían estado en su presencia podían estar seguros de, posteriormente, vivir en paz, pues ninguno osaba romper un juramento hecho ante él, a menos que quisieran incurrir en su justificada cólera y ser azotados inmediatamente por la muerte. Como dios de la justicia y de la ley eterna, se suponía que Forseti presidía todas las asambleas judiciales. Todos aquellos que iban a se sometidos a juicio le suplicaban invariablemente, y se dice que rara vez dejaba de ayudar a los que se lo merecían. La Historia de Heligoland. Para facilitar la admisión de la justicia en su tierra, se dice que los frisios nombraron a doce de sus hombres más sabios, los asegeir, o ancianos, para que reunieran las leyes de las diversas familias y tribus que formaban su nación y que recopilaron a partir de ellos un código que fuera la base de leyes uniformes. Los ancianos, habiendo concluido concienzudamente su tarea de recoger la información resumida, embarcaron en una nave pequeña para ir en busca de un lugar apartado donde pudieran llevar a cabo sus deliberaciones en paz. Pero tan pronto como se habían hecho a la mar, se levantó una tempestad que arrastró su barco hasta muy dentro de las aguas, de un lado para otro, hasta que perdieron por completo la orientación. En su agotamiento invocaron a Forseti, rogándole que les ayudara a llegar hasta tierra de nuevo. Apenas habían terminado su oración cuando se percataron, para su gran sorpresa, que habían un decimotercer pasajero a bordo. Asiendo el timón, el recién llegado viró el barco, guiándolo hacia el lugar donde las olas se elevaban más y en un espacio de tiempo increíblemente corto, llegaron a una isla, donde el timonel les hizo señas para que desembarcaran. Asombrados del silencio, los doce hombres obedecieron. Su sorpresa aún fue mayor cuando vieron que el desconocido arrojaba su hacha de guerra y un límpido manantial manaba del lugar donde había ido a parar en el césped. Imitando al desconocido, todos bebieron del agua sin decir una palabra, tras lo cual se sentaron en un círculo, maravillados porque el desconocido se parecía a cada uno de ellos en algún rasgo, pero aun así era muy diferente a todos en aspecto general y semblante. El silencio se vio roto de repente y el desconocido comenzó a hablar en voz baja, que se volvió más firme y más alta mientras se disponía a exponer el código de leyes que combinaban todos los buenos puntos de los diversos reglamentos existentes que los asegeir habían reunido. Tras terminar su discurso, el orador se desvaneció tan súbita como misteriosamente había aparecido y los doce juristas, recuperando el habla, exclamaron simultáneamente, que el mismo Forseti había estado allí entre ellos y les había entregado el código de leyes por el que a partir de entonces serían juzgados los frisios. En conmemoración de la aparición del dios, declararon como sagrada la isla