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Además de la gloria de tal distinción y el disfrute de la amada presencia de Odín día tras
día, más placeres esperaban a los guerreros del Valhalla. Se les proporcionaba
espléndidas diversiones en las largas mesas, donde las bellas valkirias, tras haberse
despojado de sus armaduras y haberse ataviado con blancas túnicas, les presentaban sus
respetos con diligente cortesía. Estas doncellas, que según algunas autoridades eran
nueve, les llevaban a los guerreros grandes cuernos rebosantes de hidromiel, además de
enormes cantidades de carne de jabalí, con los cuales banqueteaban opíparamente. La
bebida popular del Norte era la cerveza, pero nuestros antepasados consideraban que esa
bebida era demasiado ordinaria para la esfera celestial. Por tanto, imaginaban que
Valfather mantenía sus mesas con abundantes suministros de hidromiel, el cual era
proporcionado diariamente por la cabra Heidrun, la cual pacía continuamente las tiernas
hojas y ramitas de Lerald, la rama más elevada de Yggdrasil.
La carne con la que se festejaban los Einheriar provenía del jabalí divino Sehrimnir, un
animal prodigioso, muerto diariamente por el cocinero Andhrimnir y hervido en la gran
caldera Eldhrimnir; aunque todos los invitados de Odín poseían gran apetito y comían
hasta la saciedad, siempre había grandes cantidades de carne para todos.
El jabalí siempre revivía antes de que llegara la hora de la siguiente comida. Esta
renovación milagrosa de los suministros no era el único prodigio que ocurría en el
Valhalla. Se contaba que los guerreros, tras haber comido y bebido hasta la saciedad,
cogían sus armas y se dirigían hasta el gran patio, donde luchaban entre ellos,
reviviendo las hazañas que les habían hecho famosos en la Tierra e infringiéndose
temerariamente terribles heridas, las cuales, sin embargo, sanaban completa y
milagrosamente tan pronto como sonaba el cuerno que anunciaba la cena.
Ilesos y felices, al sonido del cuerno y sin guardarse rencor mutuo por las crueles
estocadas dadas y recibidas, los Einheriar regresaban alegres hasta Valhalla para
reanudar su festín en la amada presencia de Odín, mientras las valkirias se deslizaban
elegantemente para llenar constantemente sus cuernos o sus vasos favoritos, las
calaveras de sus enemigos, mientras los escaldos cantaban sobre las guerras o sobre
agitadas incursiones vikingas.
Ya que tales placeres eran los más elevados que la fantasía del guerrero vikingo podía
imaginar, era natural que todos los guerreros adoraran a Odín y que en sus años jóvenes
se dedicaran a su servicio. Ellos juraban morir con las armas en la mano, si era posible,
e incluso llegaban a herirse ellos mismos con sus propias lanzas cuando sentían que la
muerte se les acercaba, si habían sido lo suficientemente desafortunados como para
escapar de sus garras en el campo de batalla y se veían amenazados con la posibilidad
de una "muerte de paja", como solían denominar a la que llegaba por vejez o
enfermedad y les sorprendía en el lecho.
En recompensa por tal devoción, Odín cuidaba con particular esmero de sus favoritos,
concediéndoles regalos, como una espada mágica, una lanza o un caballo, los cuales los
hacían invencibles hasta su última hora, momento en que el dios aparecería para
reclamar o destruir el regalo que había concedido, mientras las valkirias transportaban a
los héroes hasta el Valhalla.
Cuando Odín participaba en la guerra, solía montar en su corcel gris de ocho patas,
Sleipnir y portar su escudo blanco. Su lanza, arrojada por encima de las cabezas de los