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·El
El Thing.
En esta sociedad, nada se hace sin prestación de juramentos o presencia de testigos.
Todas las operaciones, desde la más común (cesión de tierras) a la más grave
(matrimonio), están situadas bajo el signo de la ley. La minuciosidad extremada de los
códigos de leyes que conservamos confunden al entendimiento. Es como si todo debiera
ser conocido y codificado por anticipado. De ahí viene también el formalismo extremo
del que dan prueba los participantes en cualquier proceso. En última instancia, lo que
importa ya no es tener razón, sino haber sabido respetar el procedimiento en sus
pormenores, pues el derecho es sagrado y quien no sabe seguir sus aplicaciones,
demostraría en el instante su culpabilidad.
Dado que la justicia, el derecho y la ley son dones de los dioses, entra en la definición
de la persona humana participar en lo sagrado que viene de ellos y atentar contra el
honor de un hombre, contra la idea que del honor tenga ese hombre, equivale a cometer
un sacrilegio. Como demuestra la lectura de las sagas o los códigos de la ley, es casi
normal que una o varias veces en el curso de la vida, un hombre se vea enredado en esas
interminables disputas, de las que los islandeses hicieron una especialidad.
Cuando nacía un niño, parece ser que quedaba colocado bajo la tutela de divinidades
bastante mal conocidas, pero sin duda muy antiguas, las dises, relacionadas a la vez con
el destino y con la fertilidad y fecundidad. Eran ellas las que conferían al recién nacido
su "eiginn mattr ok megin", su capacidad de suerte y su facultad de éxito.
Corresponde al hombre conocer ese depósito que las Potencias, dises u otros, le han
confiado. Es un asunto de lucidez, pero dispone tanto de la todopoderosa mirada del
otro, en esas colectividades forzosamente tan limitadas en número, como del parecer de
los sabios y también, eventualmente, de sueños y visiones que pueden ser auténticas o
pueden proceder del arsenal de recursos habituales de la hagiografía medieval.
Poco importa aquí. A una edad dada, debe saber qué es, qué vale, de qué es capaz, o
bien, digámoslo así, debe tener una idea clara de la forma en que las divinidades han
querido que fuera. Va a tener que ser lo que es, pero es también necesario que primero
sepa a qué atenerse.
El segundo momento será aceptarse, algo en lo que nunca falla. Revuelta romántica,
desesperación, sentimiento del absurdo, todo esto está ausente por completo en este
universo mental, pues no hay que levantarse contra las decisiones de los dioses.
Luego vendrá lo que constituye el tiempo fuerte de toda saga o texto afín y que la
lengua llama skapraun (literalmente, puesta a prueba del carácter). Puede tratarse de
toda clase de ofensas que se quiera imaginar, desde el insulto verbal (a menudo
sobreentendido más que explícito; en el límite, una risa sarcástica oportuna puede
bastar) a la violencia física, pasando por toda las expoliaciones, robos, crímenes, etc. De
la forma en que reaccione el individuo dependerá su reputación, que es con mucho, el
valor fundamental de esta cultura.
Pero está también el valor de su forma de asumir (el tercer acto clave después de
conocerse y aceptarse) esa participación en los beneficios que han querido manifestar
las dises respecto a él. En realidad, no es a él a quien se ha ofendido en un momento