ne por ley suprema el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó , y cuya única meta es la dilatación del Reino de Dios , incoado por el mismo Dios en la tierra ( cf . LG 9 ).
El llamado de Dios a nuestra Familia de la Cruz para ser Pueblo sacerdotal se erige como un horizonte utópico que debe jalonar todas nuestras iniciativas pastorales , todo nuestro dinamismo apostólico y nuestro compromiso de entrega cotidiana . Nuestro lugar está en las “ fronteras existenciales ”, en la periferia de este sistema , en los pequeños pasos que muchos están dando para imaginar otro mundo posible . También está en lo cotidiano , pero esperanzador , de los pequeños relatos de jóvenes que se comprometen en un servicio a los más pobres , de grupos de niños y adolescentes que sirven a su comunidad , de comunidades que semana con semana se reúnen y no se contentan con mirarse unos a otros , sino que quieren servir a sus hermanos . Está en la Iglesia que queremos , una de corazón grande en la que todos tienen cabida ; una más sencilla y participativa que descubre el Reino con valentía más allá de ella misma .
Para construir la Iglesia que queremos , el Pueblo sacerdotal en el que todos tenemos un lugar , necesitamos , al mismo tiempo , agudizar y ampliar nuestra mira da . Necesitamos una mirada corta de artesano para apreciar , amar y dar calor a lo más diminuto de cada jornada , y una mirada larga de centinela para ver el horizonte hacia donde nos dirigimos .
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