Revista Greca | Page 71

cedor del que hablaba Heráclito y también Nietzsche. El narrador, por ejemplo, nos dice: Noboru, del mismo modo en que instantes antes había percibido en ellos un oleaje de tormenta, pudo contemplar en los ojos del marino, uno a uno, los fantasmas que había convocado. Entonces, arropado por visiones de lejanas tierras y por el sonido puro de la jerga náutica, se sintió arrebatado hacia el golfo de México, hacia el golfo Índico, hacia el golfo Pérsico. Y su viaje era solo posible gracias a la presencia de aquel genuino segundo piloto, médium sin el cual su imaginación se habría visto varada. ¡Cómo había esperado aquel instante! (Mishima, 1963, p. 79) Mishima nos estaciona ante un instante estético, nos invita a asistir a los momentos en los que se saborea esa desocultación del ser, nos atraviesa durante toda la novela con múltiples rayos esclarecedores. No obstante, si analizamos esto, nos topamos con una extrañeza, pues en principio la novela nos está narrando las vivencias de los personajes mientras ellos experimentan esas travesías que proponen los procesos de desocultación. Sin embargo, a nosotros, espectadores de esos momentos, se nos ha dado una suerte de permiso y participamos también de esas travesías, y casi se podría decir que las vivimos como nuestras. Si desglosamos este complejo vemos que a nivel interno la novela, narrativamente, establece una historia en la que los personajes están inmersos dentro de problemas estéticos y viven, digámoslo así, presos dentro de un mundo sensible. Ahora, a nivel externo —el nuestro, el del lector-espectador— se dan también una suerte de vivencias y de goces estéticos propios del lector. El complejo que trae la novela es el de la unión de ambos niveles. El lector y los protagonistas van juntos y enlazados caminando, como se dijo al inicio de este texto, mientras vislumbran, paralelamente, cómo las cosas se les asoman por el camino y acontecen ante ellos. Aquí reposa, sobre este problema de distinción de niveles, la magia de la novela. No distinguimos hasta dónde llegan las emociones de los personajes y hasta dónde llegan las nuestras; las fronteras se diluyen y sucede así una suerte de vertiginosa fusión con la novela. Pero, concretamente, ¿qué acarrea, la llamada por Heidegger, desocultación del ser? Esta implica, de lleno, una relación con la «verdad». Este asomarse de las cosas es, en sí, el ponerse en operación la verdad de los entes. Y dicha verdad, muy explícitamente, lo que nos trae es la esencia de las cosas; en otras palabras, cómo son y qué son. Nosotros decimos «verdad» y no pensamos mucho al decir esta palabra. Si lo que pasa en la obra es un hacer patente lo entes, lo que son y cómo son, entonces hay en ella un acontecer de la verdad. En la obra de arte se ha puesto la verdad del ente. «Poner» quiere decir aquí: asentar establemente. […] El ser del ente se asienta en su apariencia estable. La esencia del arte sería, pues, esta: el ponerse en operación la verdad del ente. (Heidegger, 1958, p. 51) Hasta aquí nos ha traído el problema de la estética. Hemos transcurrido, de la mano de Heidegger, por la esencia de la obra de arte y por todo lo que allí opera. Hemos, en cierto sentido establecido ya, desde los postulados de Merleau-Ponty, lo que podría ser las condiciones del trabajo artístico genuino. Y sumado a esto, postulado por postulado, los hemos ido aplicando a la obra El marino que perdió la gracia del mar, de Mishima, observando así cómo todos ellos son efectuados a la precisión en la constitución general de la obra. Resta, sin embargo, aplicar el problema de la verdad que en la anterior cita llegó como conclusión final a todo el reflexionar sobre el arte. Dando respuesta a lo anterior, se podría decir que se sintió, desde un principio, que en la enunciada plasticidad de la obra no solo había un mero disfrute del lenguaje y sus sonoridades alusivas, o un gustar por la fabricación de momentos visual y sensorialmente dinámicos. Se sintió, se percibió desde un inicio, careciendo en ese entonces evidentemente de palabras siquiera coherentes, que allí, en esa fuerza, se gestaba algo más; algo más profundo, más radical, más álgido. Eso que llamábamos aquí bajo el nombre de «precisión subjetiva» no fue sino aquello que, como su nombre lo denuncia, de manera precisa y aguda nos remitió a unas certezas indecibles. Desprevenidos, quizá, pero a la vez muy al tanto, desde un inicio esa misteriosa naturaleza reveladora de la novela, que impactó contra nosotros, se trató siempre del constante acontecer de la verdad. El misterio, pues, que constituye a la novela El marino que perdió la gracia del mar y su principal complejidad estética residen en su crítica proximidad con la verdad. Respecto de esto, un apartado puede cumplir el propósito de ilustrarnos mejor esta conclusión: De pronto, el hondo y dilatado lamento de la sirena de un buque irrumpió a través de la ventana abierta e inundó la penumbra del recinto. Era un gemido de oscura, infinita, imperiosa pesadumbre; negro como boca de lobo y liso como lomo de ballena, cargado con todas las pasiones de las mareas, con la memoria de los viajes sin cuento, con los 71