júbilos, con las humillaciones… Era el grito del
mar. La sirena, llena del fulgor y del delirio de la
noche, irrumpía tonante, trayendo desde la lejanía
marina, desde el muerto centro del mar, la noticia
de su sed por el oscuro néctar de aquel pequeño
cuarto. Ryuji, con un brusco giro de los hombros, se
volvió y miró a las aguas. Fue como si todo formara
parte de un milagro: en aquel instante, todas las
cosas apelmazadas dentro del pecho de Noboru
desde el primer día de su vida se vieron liberadas
y alcanzaron su consumación. Hasta el ulular de
la sirena, todo se había reducido a meros amagos
de un boceto. Los más delicados materiales se
hallaban ya apunto, las cosas tomaban forma, todo
se abría paso hacia el instante no terreno. Solo
faltaba un elemento: la fuerza que trasfiguraría
aquellas abigarradas vertientes de realidad en un
palacio magnífico. Entonces, al conjuro de la sirena,
las partes se fundieron en un todo perfecto. Estaba
la conjunción de la luna con un viento febril, de
la carne desnuda e instigada de un hombre y una
mujer, del sudor, del perfume, de las cicatrices de
una vida en el mar, de la oscura memoria de puertos
de todo el mundo, de una abertura estrecha, exenta
de aire, del corazón de hierro de un chiquillo…,
pero las cartas de esta baraja de adivino se hallaban
diseminadas, no encerraban vaticinio alguno. Al fin,
el orden universal, restablecido gracias a un súbito
grito de sirena, revela un círculo vital ineluctable; las
cartas cazaban por fin: Noboru y la madre, la madre
y el hombre, el hombre y el mar, el mar y Noboru…
(Mishima, 1963, p. 21)
¿Qué sucedió en el anterior apartado sino la arrolladora, profundísima y conmovedora aparición de la
verdad? Del anterior párrafo impacta contra nosotros una emoción que nos arrastra y nos conduce al
encuentro con un algo que no sabemos decir, con
un algo que no sabemos qué es, tan pequeño y mínimo que se refunde al tacto, tan urgente y puntual;
un algo que sin embargo se nos muestra también inmenso e incontenible, irremplazable y colosal. Una
extraña puntualidad matemática, que no trae cálculos ni precisiones estériles sino que pinta una fortísima escena pictórica y a ella nos ata íntimamente.
Este antagonismo entre opuestos, estas indecibles
certezas, estas solemnes revelaciones son lo que
Heidegger propone como la verdad en el arte.
El apartado anterior plantea algunos elementos: el
niño y su corazón de hierro, el marino y su cuerpo
cargado de memorias del océano, la noche estival y
su luna marmórea, la arquetípica mujer desnuda, el
puerto y su cercanía al mar. Pero la narración no solo
se conforma con esto; ella sigue y su cometido es
mucho más ambicioso. Tras plantear los elementos,
irrumpe súbito el ulular de la sirena que se desliza
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sagazmente entre ellos. Cuando ella irrumpe todo
cambia y la escena se complejiza; se convierte en
la herramienta que armoniza a todos los separados elementos y los empalma haciéndolos piezas
de una misma realidad, para que ya juntos se establezcan como mundo, para que juntos ejecuten
ese nacer en conjunto como totalidad. La sirena,
elemento catalizador, ha dado cohesión, ha puesto
en marcha la pasión y ha desocultado a los entes.
Hemos observado a Noboru mientras él observaba
a su madre con el marino. Hemos sido, el niño y nosotros, curiosos husmeadores que por una oblicua
abertura hemos presenciado la puesta en operación
de la verdad. Todos hemos asistido al gran instante
de instantes y hemos podido así enfrentarnos con
la verdad que se deposita en las entrañas y en el
mismísimo goce, y no en el intelecto.
Ese brillo, ese alumbrar que emana del mundo recién desocultado, es justamente a lo que nos referimos con la emoción y la vivencia estética. Heidegger (1958), con la mayor de las exactitudes posibles,
concluye diciendo que esta luz que se posa sobre el
mundo revelado, y el brillo que este mundo emite,
son simplemente la inequívoca manifestación de lo
«bello». Y precisamente, por todo lo anterior, lo
bello no puede ser sino otra cosa que un modo de
ser de la verdad. El problema estético es, entonces,
uno que tiene como centro el comercio con una de
las formas de la verdad: belleza.
Mishima, en El marino que perdió la gracia del mar,
no nos reconstruye anécdotas; construye emociones, y con ellas nos avecina mundos palpitantes. Su
novela es una estable y misteriosa grieta por la cual
llegamos observar la belleza y con ella el acontecer de la verdad. Sus sabidurías narrativas, que
nos sorprendieron con su plasticidad e inteligencia
visual y sensitiva, su manejo del espacio, su enorme
subjetividad, características todas heredadas de una
tradición ancestral, hacen de la novela de Mishima un lugar muy gustoso para servirse y jugar con
el pensamiento de los filósofos contemporáneos
dedicados al problema de la estética. Del diálogo
con Merleau-Ponty la novela se nos mostró como
un ejercicio literario fiel a la experiencia perceptiva
humana y exitosa a la hora de retratar los complejos sensitivos. Del diálogo con Heidegger, por otro
lado, pudimos percatarnos de cómo proceden los
mecanismos artísticos en la novela y de cómo estos
nos permiten estar en una auténtica relación con las
cosas. Dándole final a esta travesía interminable, se
puede decir, sin lugar a dudas, que dentro del gran
universo de la literatura muchos libros ostentan los