Revista Greca | Page 72

júbilos, con las humillaciones… Era el grito del mar. La sirena, llena del fulgor y del delirio de la noche, irrumpía tonante, trayendo desde la lejanía marina, desde el muerto centro del mar, la noticia de su sed por el oscuro néctar de aquel pequeño cuarto. Ryuji, con un brusco giro de los hombros, se volvió y miró a las aguas. Fue como si todo formara parte de un milagro: en aquel instante, todas las cosas apelmazadas dentro del pecho de Noboru desde el primer día de su vida se vieron liberadas y alcanzaron su consumación. Hasta el ulular de la sirena, todo se había reducido a meros amagos de un boceto. Los más delicados materiales se hallaban ya apunto, las cosas tomaban forma, todo se abría paso hacia el instante no terreno. Solo faltaba un elemento: la fuerza que trasfiguraría aquellas abigarradas vertientes de realidad en un palacio magnífico. Entonces, al conjuro de la sirena, las partes se fundieron en un todo perfecto. Estaba la conjunción de la luna con un viento febril, de la carne desnuda e instigada de un hombre y una mujer, del sudor, del perfume, de las cicatrices de una vida en el mar, de la oscura memoria de puertos de todo el mundo, de una abertura estrecha, exenta de aire, del corazón de hierro de un chiquillo…, pero las cartas de esta baraja de adivino se hallaban diseminadas, no encerraban vaticinio alguno. Al fin, el orden universal, restablecido gracias a un súbito grito de sirena, revela un círculo vital ineluctable; las cartas cazaban por fin: Noboru y la madre, la madre y el hombre, el hombre y el mar, el mar y Noboru… (Mishima, 1963, p. 21) ¿Qué sucedió en el anterior apartado sino la arrolladora, profundísima y conmovedora aparición de la verdad? Del anterior párrafo impacta contra nosotros una emoción que nos arrastra y nos conduce al encuentro con un algo que no sabemos decir, con un algo que no sabemos qué es, tan pequeño y mínimo que se refunde al tacto, tan urgente y puntual; un algo que sin embargo se nos muestra también inmenso e incontenible, irremplazable y colosal. Una extraña puntualidad matemática, que no trae cálculos ni precisiones estériles sino que pinta una fortísima escena pictórica y a ella nos ata íntimamente. Este antagonismo entre opuestos, estas indecibles certezas, estas solemnes revelaciones son lo que Heidegger propone como la verdad en el arte. El apartado anterior plantea algunos elementos: el niño y su corazón de hierro, el marino y su cuerpo cargado de memorias del océano, la noche estival y su luna marmórea, la arquetípica mujer desnuda, el puerto y su cercanía al mar. Pero la narración no solo se conforma con esto; ella sigue y su cometido es mucho más ambicioso. Tras plantear los elementos, irrumpe súbito el ulular de la sirena que se desliza 72 sagazmente entre ellos. Cuando ella irrumpe todo cambia y la escena se complejiza; se convierte en la herramienta que armoniza a todos los separados elementos y los empalma haciéndolos piezas de una misma realidad, para que ya juntos se establezcan como mundo, para que juntos ejecuten ese nacer en conjunto como totalidad. La sirena, elemento catalizador, ha dado cohesión, ha puesto en marcha la pasión y ha desocultado a los entes. Hemos observado a Noboru mientras él observaba a su madre con el marino. Hemos sido, el niño y nosotros, curiosos husmeadores que por una oblicua abertura hemos presenciado la puesta en operación de la verdad. Todos hemos asistido al gran instante de instantes y hemos podido así enfrentarnos con la verdad que se deposita en las entrañas y en el mismísimo goce, y no en el intelecto. Ese brillo, ese alumbrar que emana del mundo recién desocultado, es justamente a lo que nos referimos con la emoción y la vivencia estética. Heidegger (1958), con la mayor de las exactitudes posibles, concluye diciendo que esta luz que se posa sobre el mundo revelado, y el brillo que este mundo emite, son simplemente la inequívoca manifestación de lo «bello». Y precisamente, por todo lo anterior, lo bello no puede ser sino otra cosa que un modo de ser de la verdad. El problema estético es, entonces, uno que tiene como centro el comercio con una de las formas de la verdad: belleza. Mishima, en El marino que perdió la gracia del mar, no nos reconstruye anécdotas; construye emociones, y con ellas nos avecina mundos palpitantes. Su novela es una estable y misteriosa grieta por la cual llegamos observar la belleza y con ella el acontecer de la verdad. Sus sabidurías narrativas, que nos sorprendieron con su plasticidad e inteligencia visual y sensitiva, su manejo del espacio, su enorme subjetividad, características todas heredadas de una tradición ancestral, hacen de la novela de Mishima un lugar muy gustoso para servirse y jugar con el pensamiento de los filósofos contemporáneos dedicados al problema de la estética. Del diálogo con Merleau-Ponty la novela se nos mostró como un ejercicio literario fiel a la experiencia perceptiva humana y exitosa a la hora de retratar los complejos sensitivos. Del diálogo con Heidegger, por otro lado, pudimos percatarnos de cómo proceden los mecanismos artísticos en la novela y de cómo estos nos permiten estar en una auténtica relación con las cosas. Dándole final a esta travesía interminable, se puede decir, sin lugar a dudas, que dentro del gran universo de la literatura muchos libros ostentan los