hombre moderno se erige ante nosotros como un
sujeto terco e incapaz de visualizar sus alcances.
Frente a esto Heidegger sentencia que el extravío y
enajenamiento del hombre con la Tierra y el ser de
las cosas deriva de este nocivo desvío histórico.
En contrapartida, el filósofo localiza al arte como el
antídoto para este sustancial error. Ya que ella no
objetiva ni pretende dominar los entes. Dentro del
arte no hay allí ningún sentido por la dominación ni
por la objetividad. El arte no mide a los entes y, por
lo tanto, se encuentra lejos de reducirlos. Describe
este problema de la siguiente manera:
La piedra pesa y denuncia su pesantez. Pero
mientras que esta nos pesa, rechaza, a la vez,
toda penetración a su intimidad. Si lo intentamos,
quebrando la roca, jamás mostrará en sus pedazos
algo interior y manifiesto. Luego se ha retraído la
piedra otra vez a lo sordo de la pesantez y lo macizo
de sus pedazos. Si pretendemos captar la pesantez
por otros caminos, poniendo la piedra en la balanza,
entonces reducimos su densidad a la cuenta de un
peso. Esta determinación de la piedra, quizá muy
exacta, queda como un número, pero la pesantez
se nos ha escapado. El color luce y quiere lucir. Si
queremos entenderlo descomponiéndolo en un
número de vibraciones, desaparece. Solo se muestra
mientras permanece sin descubrir ni aclarar. La tierra
hace que toda penetración a su interior se estrelle
contra ella. Convierte la impertinencia del cálculo en
destrucción. (Heidegger, 1958, p. 62)
Así nos traduce Heidegger la impotencia de la ciencia y la técnica del hombre a la hora de entender los
fenómenos que se dan en la Tierra y su naturaleza
siempre oculta. Se establece aquí una pugna y, en
contradicción, la maestría del arte la concreta así:
En verdad el escultor se sirve de la piedra, así como
el albañil la maneja a su manera. Pero el escultor
no gasta la piedra. […] [T]ambién el pintor se sirve
del colorante, pero de manera que no se gasta el
color, sino haciéndolo lucir. También el poeta se
sirve de las palabras, pero no como los que hablan y
escriben habitualmente, gastando las palabras, sino
de manera que la palabra se hace y queda como una
palabra. (Heidegger, 1958, p. 63)
De esa manera es como el arte escapa de esa imposibilidad de la ciencia y del ejercicio técnico para
entender los entes. El artista, el poeta, no pretenden
dominarlos, no gastan las cosas. En el arte hay un
disfrute del mero «estar ahí» de las cosas. Y allí palpita esa otra característica fundamental del ser-obra
de la obra de arte.
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Me aventuro a decir entonces que es este el punto en el que el quiebre de Occidente con Oriente
se hace más dramático y evidente. La tradición
occidental ha reflejado esa errónea conducta que
señala Heidegger como el inicio de todo extravío y
enajenamiento con los entes y su albergar la Tierra.
Mientras que Occidente, de manera testaruda, se ha
dedicado y ha puesto todo el empeño de sus empresas al análisis, segmentación y dominación de las
cosas, definiéndolas hasta la saciedad, Oriente se ha
mantenido en una relación de horizontalidad con el
mundo. Oriente, en su milenaria sabiduría, ha configurado —y no solo el arte— un «estar con la cosa»,
un «ser con ella». Reflejo de estas maneras, de estas
opciones por la relación con los entes, es la novela
de Mishima. Allí, lo que acuñamos como «precisión
subjetiva», o también aquella descripción que toma
las formas de la plasticidad, son solo mecanismos
propios de esta señalada inteligencia.
Se torna en demasía interesante esta situación cuando vemos que tanto Heidegger como Merleau-Ponty —el primero hablando desde la esencia del arte y
el segundo desde el arte contemporáneo— sentencian que es deber aspirar a percibir y no a definir los
entes. Es decir, dos grandes catedráticos occidentales se acercan a concluir que el camino óptimo del
arte media con los muy andados ya por Oriente.
Se tocó anteriormente el tema del establecimiento
como elemento esencial en la obra de arte, pues
permite la apertura de un mundo y el avistamiento
de la gloria particular de ese mundo recién franqueado. También se mencionó la calidad de autoocultación que tiene la Tierra y la imposibilidad
del hombre técnico de aproximarse a los entes. Se
dijo, por otro lado, que el arte se relaciona con la
cosa sin imponerle definiciones; en otras palabras,
que el arte no objetiva a la cosa y por lo tanto no la
refunde ni se le extravía. Pero hilando más delgado
¿qué sucede en la obra de arte y qué efectos trae
este mero «estar con las cosas»? Muy enfáticamente,
responde Heidegger, lo que sucede en la obra de
arte es la desocultación del ser. Estacionados ante
el arte podemos asistir al acontecer de la realidad
del ser. El arte da a entender los procesos en que
una cosa se asoma de su escondite y se nos muestra. Dichos procesos se traducen generalmente en
breves instantes en los que revelaciones