propone, planteado lo anterior, que el ser-obra de la obra de arte radica en el « establecimiento ». Esto significa la actividad de, frente a cualquier contexto, fenómeno o cosa, poder permitir la gloria de ese algo. El establecer consiste, pues, en una consagración que hace patente esa gloria. Parte de la esencia de la obra de arte es ese hacer visible lo bello de un algo. En este sentido la obra de arte tiene un papel revelador por excelencia ya que ella se está encargando de hacer perceptible la realidad de las cosas como absoluto. Con esto último me refiero a que en la obra de arte se da un nacer y un surgir en totalidad de las cosas. Este surgir en totalidad es un indiscutible fenómeno en el que se está franqueando un mundo. A esto se refiere Heidegger cuando dice «¿ Qué establece la obra como obra? La obra descollando sobre sí misma abre un mundo y lo mantiene en imperiosa permanencia »( 1958, p. 58). El surgimiento y revelación como totalidad es, pues, condición suprema para la revelación de un mundo, de la realidad.
El arte crea mundos y los hace estables ante la calidad efímera de la vida misma. Muy cercanas a estas mencionadas esencialidades del arte son las revelaciones otorgadas por la obra de Mishima. En la novela El marino que perdió la gracia del mar hay un esfuerzo literario por ejecutar estas reveladoras aperturas; la novela en sí es un gran establecimiento, una gran inauguración y una definitiva consagración por la belleza de un mundo. Un fragmento puede ser bastante diciente de esta realidad:
Y en el diario de navegación del oficial de guardia, donde se registraba el tiempo, la velocidad del viento, la presión atmosférica, la humedad relativa, la velocidad, las anotaciones de distancia, las revoluciones por minuto … Un diario que registra con precisión los caprichos del mar como compensación a la imposibilidad del hombre para trazar el diagrama de sus estados de ánimo. Y, en el comedor, las muñecas de bailarina, las cinco portillas, el mapa del mundo sobre la pared; la botella de soya que colgaba del techo atada a una correa de cuero. […] Fijo en la pared de la cocina, podía leerse el menú del día con letras ostentosas: « Sopa de miso con berenjena y pasta de judías. Rábanos blancos estofados. Cebolla cruda, mostaza, arroz ». El almuerzo era al estilo occidental y siempre comenzaba con sopa. Y las máquinas, de color verde, sacudiéndose y gimiendo desde el interior de sus tubos retorcidos como víctimas febriles de alguna enfermedad fatal … Todo esto, dentro de un día volvería a constituir el mundo de Ryuji.( Mishima, 1963, p. 87)
Si hay un elemento en la novela que nos arrastre por su profundidad es el de la imagen del marino. La cuidada construcción del personaje de Ryuji es uno de los más indiscutibles logros de la novela. Ahora bien, la precisión con que nos hemos embebido entre las salinas ensoñaciones de este personaje, los deseos que le hemos escuchado, las aspiraciones y las reflexiones que, enredándose en nuestros oídos, nos han llevado a dejarnos seducir por este hombre, han venido siempre acompañadas de un entorno y de unas características de ese contexto que las rodea. No son ellas simples elocuciones emitidas en el vacío absoluto; por el contrario, son producto de su mismo entorno que las ha gestado, y llevan, por ende, el distintivo característico del lugar del que han procedido. Por eso, la anterior cita pertenece a ese grupo de apartes que solidifican ese gran contexto marítimo y nos dan, en conjunto con las reflexiones propias de Ryuji, lo que Heidegger anuncia en su obra: la apertura de un mundo y su estable permanencia. Aquí nos han presentado el mundo particular del marino, construido a través de la poesía plástica de los objetos y de las cosas que hacen parte de la cotidianidad del día a día de este personaje del mar.
Otro aspecto fundamental que señala Heidegger en cuanto al ser-obra de la obra de arte estriba en los procederes del sujeto a la hora de tramitar la cosa. Ese decisivo momento en que el sujeto se aproxima a cualquier fenómeno y lo nombra, lo experimenta. Dice Heidegger que, en principio, todo intento humano por captar la realidad absoluta de la Tierra es, por definición, fallido. Esto se debe a que la Tierra, en su esencia, tiene por naturaleza ocultarse a sí misma y esta es su eterna condición. Esto último es inseparable a su manera de ser y, por lo tanto, ante el hombre la Tierra siempre es un orden oculto. Sin embargo, este inmanente problema el sujeto lo ha pasado siempre por alto a lo largo de la historia. Pero con particular arrogancia y gracias al advenimiento de la ciencia, y con las confianzas radicadas en la técnica durante la modernidad, el hombre occidental se creyó capaz de burlar esta condición de la Tierra, se supo dueño de todo conocimiento y, simultáneamente, estableció como ciertas unas determinadas maneras para encontrar lo que vendrían siendo unas supuestas verdades y esencias de las cosas. De estos procesos históricos se asentaron como adecuados aquellos métodos que— para dar con la verdad— buscan la objetividad; lo objetivo es, pues, el mecanismo predilecto de Occidente para poder trasmitir la realidad de las cosas y, así, acuñar verdades universales. Es desde este ángulo, que el
69