Revista Greca | Page 68

descansa su tarea. Estos objetos «cristalizadores» de nuestros deseos —como los llamó André Breton— tienen la funcionalidad de disparar y catalizar nuestras emociones estéticas más refundidas en los anales de la conciencia. En la novela El marino que perdió la gracia del mar podemos rastrear efectivamente algunos de estos ejemplos, como cuando la voz del narrador se funde con la del marinero Ryuji: ¡Qué delicia los trópicos! Los niños nativos, ansiosos por conseguir géneros de nailon o relojes de pulsera, salían a nuestro encuentro en cada puerto con plátanos, piñas y papayas, con pájaros de vivos colores y crías de mono. Ryuiji amaba las frondas de las nipas que se miraban en el espejo de un río cenagoso de aguas mansas. En alguna vida previa —pensó— debían haber sido comunes en su tierra, porque de otra manera no habrían podido ejercer en él un hechizo tan intenso. (Mishima, 1963, p. 25) Y también más adelante: Finalmente, llegaron a un rincón donde había árboles y plantas tropicales, una maraña exuberante de orquídeas, de plataneros, de árboles de caucho y de todo tipo de palmeras. Y viendo a Fusako con su vestido blanco, Ryuji pensó que su primer encuentro debía haber tenido lugar en alguna selva tropical. (Mishima, 1963, p. 87) Insiste de nuevo también en esta frase: Entonces, de la zona del muelle central, llegó la apagada trepidación de la sirena de un buque e inundó el jardín. Eran una vaga niebla de sonido, algo que jamás habría sido registrado por su oído si Ryuji no hubiera sido marino. […] El pensamiento quebró el hechizo del beso. Abrió los ojos. Sintió cómo la sirena le penetraba muy dentro y cómo se despertaba en él la pasión por la gran causa. ¿Pero qué era la gran causa? Acaso otro de los nombres del sol tropical. (Mishima, 1963, p. 89) O también: Y, finalmente, sacudiendo todo el puerto y llegando hasta cada ventana de la urbe, asaltando cocinas con la cena en el horno, habitaciones de modestos hoteles donde jamás se mudan las sábanas, pupitres que esperan la vuelta de casa de los niños, escuelas y pistas de tenis y cementerios, sumiéndolo todo en un instante de pesadumbre y desgarrando sin piedad hasta los corazones de los ajenos al momento, la sirena del Rakuyo lanzó un aullido poderoso y un último de adiós. Y se hizo a la mar dejando tras de sí una blanca cola de humo. Y Ryuji se perdió de vista. (Mishima, 1963, p. 104) 68 Merleau-Ponty, como se mencionó anteriormente, trae la voz de André Bretón para hablar de aquellas cosas que poseen la misteriosa y contundente propiedad de catalizar nuestros deseos y hacernos sentir un gozo particular. Las cuatro anteriores citas hablan y coinciden en la delimitación de los dos objetos que podrían ser aquí aquellos cristalizadores del deseo de los que hablaba Bretón. El paisaje tropical —fundamentalmente las palmeras (nipas), el sol ardiente y las voluptuosas frutas— y el sonido de la sirena de los buques, cumplen aquí la función de dichas figuras. Es el caribeño sentir y el ser de las palmeras aquello que domina al marino y en lo que él deposita su obsesión y todas sus indecibles semejanzas y emociones. Merleau-Ponty dice que entre las cosas y el deseo del sujeto existe una proximidad vertiginosa. Así, no existe algo parecido a una dominación de la cosa por el hombre. Existe en el mundo perceptivo, en cambio, tan solo fusiones. La filosofía de la percepción abarca y se explica por medio del arte, sin embargo, no es este su tema prioritario. Por eso mismo, en asuntos ya vinculados estrictamente con la estética y el arte, no se nos puede escapar la voz del filósofo alemán Martin Heidegger (1889 – 1976), quien es particularmente una de las figuras más importantes dentro del pensamiento contemporáneo. Hemos visto, hasta este momento, las formas de la percepción, sus complejos. También, cómo este mundo y esta nueva concepción del sujeto, el espacio y las cosas sensibles incluyen al arte dentro de su núcleo y gracias a esto podemos llegar a explicar los mecanismos literarios operantes en la novela de Mishima. Ahora bien, elpensamiento de Heidegger nos puede —ya estrictamente hablando de la materia artística— ilustrar un poco sobre cuál sería esa esencia y esa realidad de aquello que denominamos «arte». Siendo muy concretos y dejando a un lado las infinitas polémicas que el campo de la estética maneja, es importante empezar diciendo que para Heidegger la Tierra —nuestro escenario de todos los días— no solo es un inmueble astronómico (un orden planetario), ni tampoco un simple depósito de materia. La Tierra es, en Heidegger, el albergue de los entes; una plataforma dinámica donde las cosas están siempre en ascuas de acontecer, de suceder. Y él concibe al arte como aquello con la trascendental capacidad de hacer que las cosas acontezcan; de ahí deriva su indiscutible importancia. Ya parados aquí, tras una gran batalla con los conceptos más reacios a ser definidos, Heidegger nos