empezó a ver de nuevo en el trasfondo de su mente los muelles oscuros de la noche de Hong Kong, la pesadez turbia del agua lamiendo sus orillas, los débiles faroles de los sampanes … A lo lejos, más allá de la selva de mástiles, y de las recogidas velas de paja de las embarcaciones ancladas, los rutilantes ventanales y el neón de los anuncios de Hong Kong eclipsaban los tenues faroles que tenían ante sí, y teñían con sus colores el agua negra. Una mujer de mediana edad iba al timón del sampán que ocupaban Ryuji y su guía, el marino veterano. El remo de popa susurraba en el agua mientras se deslizaban a lo largo del estrecho puerto. Al llegar al lugar donde las luces fluctuantes se apiñaban, Ryuji vio las alcobas de las chicas oscilando relucientes sobre el agua. Ancladas en tres largas hileras, las embarcaciones formaban una especie de patio acuático acotado.( Mishima, 1963, p. 29)
En estos dos últimos ejemplos, ostentando ambos un candor visual y en el último uno casi cinematográfico, vemos cómo las hortalizas en una cocina de un barco se convierten en gozo estético y en objeto de dicha absoluta debido a su enorme y dramático contraste con la homogeneidad azul del mar, siendo estas un rayo fulminante de verde terrestre. Y también vemos con igual asombro una descripción de unos altísimos niveles de fidelidad sensorial, cuando la prosa letal de Mishima nos pone, como en acto de magia, en una silenciosa embarcación, siguiendo a los dos marinos que atraviesan el estrecho muelle de Hong Kong. Y allí nos sitúa él: oyendo el sutil roce del agua con el bote, observando nuestro dilatado reflejo en el agua, perdidos en la confusión con los verdes y violetas del neón, y las seductoras caras de las chiquillas rameras de los puertos. En el párrafo anterior asistimos a una suerte de ritual de las palabras; su sagrada comunión. Allí, estas, normalmente ordinarias, adquieren una sonoridad, un gusto rítmico y una capacidad de evocación plástica; toda mención, todo elemento se vuelve visualmente pujante. Hemos leído, pero hemos visto. Ha sido, a su vez, una experiencia literaria, cinematográfica y sensorial. Estamos, pues, ante una suerte de estética que se arrima a un arte total, y el último apartado lo atestigua.
Ahora bien, hemos visto cómo la plasticidad, contenida en los mecanismos propios de la descripción, acarrea una revelación de las cosas que escapa normalmente a los alcances de las letras. Fundamentalmente, en El marino que perdió la gracia del mar, vemos cómo el optar por una decisión narrativa, que se apropia de un lenguaje plástico-visual, triunfa a la hora de traducir las emociones, los pensamientos, las acciones. Mishima instaura una suerte de novela cinematográfica. En él observamos y vemos reducirse los límites entre la letra y la imagen, entre el narrar y el sentir.
Válida es ahora la pregunta por el origen y la fuente de esa propuesta estética, tan efectiva y bien conducida a lo largo de la obra de Yukio Mishima. ¿ De qué parte, de qué lugar procede esa sensual inteligencia literaria? ¿ De qué milenaria tradición deriva? Efectivamente, la historia del Japón nos arroja datos. En ella nos encontramos con un aglomerado de creencias filosófico-religiosas que concretan a ese país como un terreno fértil para aquella manera de tejer las letras, para aquella inteligencia frente a la belleza, para ese misterio siempre febril en relación con la naturaleza y las cosas.
Llaman la atención, en primer lugar, los pensamientos de algunos filósofos contemporáneos de la Escuela de Kioto, intelectuales que se pusieron la tarea de explicar a Japón apoyados en el lenguaje filosófico occidental. Entre ellos, particularmente, Shuzo Kuki( 1888 – 1941) fue la figura más sobresaliente. Kuki, hijo de un samurái aristócrata y de una geisha de los barrios licenciosos de Kioto, era parte de ese Japón ya moderno, y era un dandi. Sus estudios de filosofía lo llevaron a familiarizarse con el pensamiento occidental, y tras unos años de viajes y estudios en Europa, cuando regresa a su país natal, decide, finalmente, armado de la fenomenología y de la hermenéutica, y habiéndose instruido en los brazos de Husserl y Heidegger, aplicar lo aprendido a su patria y poder explicar así, a los ojos de Occidente, la naturaleza de su patria oriental. De esta determinación surge la obra de La estructura iki( 1930). Allí Kuki emplea sus aprendizajes filosóficos para hablar de aquella única y singular consciencia estética japonesa, y cómo esta es, desde tiempos inmemoriales, un estilo de identidad filosófico-espiritual.
Kuki acuña el concepto de « iki ». Este es, en pocas palabras, un macizo constructo identitario. En él se engloban toda una serie de actitudes y de empresas cotidianas. Iki es una suerte de código de manera ser; « una forma notable de autoexpresión del modo existencial de la cultura japonesa »( Kuki, 1930, p. 2). En principio, al hablar de iki, estamos ante un concepto que describe un modo de expresión: cómo se es japonés, en materia cultural. Iki es la insólita afirmación que nos habla de cómo una nación se reconoce a sí misma en un proceder estético. En lo que respecta a la estructura misma de este concepto, juegan allí algunos elementos singulares al hablar
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