la gracia del mar. Aquí no solo hay una maestría en
el ejercicio descriptivo, una artesanía innovadora
en el campo del detalle; hay la formulación de una
propuesta estética y una apuesta artística en torno al
aparecer de lo «bello».
Aterricemos ahora un poco el nivel conceptual a la
literatura. Resulta necesario mostrar cómo se da esa
precisión, en qué sentido aparece la subjetividad,
qué cosas aborda la descripción y cómo se alza esa
realidad plástica y visual que hemos señalado como
el centro en el que confluye la importancia estética
de la obra. Pues bien, muy iniciada la novela, la voz
del narrador nos introduce a los pensamientos de
uno de sus protagonistas, el niño Noboru, diciendo:
Nunca lloraba, ni aun en sueños, pues la pureza de
corazón era para él motivo de orgullo. Le gustaba
imaginar su corazón como una enorme ancla
de hierro que resistía la corrosión del mar, y que
desdeñosa de las ostras y percebes que hostigaban
los cascos de los buques, se hundía bruñida e
indiferente, entre montones de vidrios rotos, peines
sin dientes, tapones de botella, preservativos…, en el
cieno fondo del puerto. Algún día se haría tatuar un
ancla en el pecho. (Mishima, 1963, p. 17)
El personaje que nos es presentado en la anterior
cita entra contundentemente dentro de la historia.
Allí sentimos a ese niño que se está constituyendo
con un carácter fuerte y que de igual modo nos golpea con su prematura sensibilidad. El símil «ancla-corazón», empleado por el narrador, es planteado a
través de una senda descripción, y con él, nos sumerge en el mar, nos hace sentir la pátina de óxido, nos
golpea contra el fondo infestado de desperdicios del
océano; así es que podemos ver y comprender —casi,
se podría decir— la totalidad del imaginario del niño
Noboru. Pero lo anterior —y esto es esencial— ocurrió
únicamente gracias a que la fuerza de toda la frase
estuvo entregada a la magia casi visual y plástica que
es la que va a imperar en la novela.
Más adelante, otros ejemplos rutilan frente al lector.
Estando Noboru, el niño protagonista, espiado a
su madre, Fusako, cuando ella se encuentra en su
habitación con un marino llamado Ryuji, el narrador
nos dice: «Ella se había paseado sudorosa y un tanto
ebria por el aire nocturno y húmedo, y ahora su
cuerpo, al desnudarse, exhalaba una fragancia que
Noboru no supo identificar» (Mishima, 1963, p. 19).
En la misma escena, comenta también el narrador:
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Ryuji se desabrochó lentamente la camisa, luego
se desprendió con soltura de la ropa. De edad
aproximada a la de la mujer, su cuerpo parecía
más joven y sólido que el de cualquier hombre de
tierra: acaso había sido moldeado por el mar. Sus
hombros eran anchos y cuadrados como las vigas
de la bóveda de un templo; el pecho tenso parecía
cubierto por un vello espeso y rizado; los músculos
nudosos como henequén trenzado sembraban de
relieves todo el cuerpo: parecía que su carne fuera
una armadura de la que podía desprenderse a
voluntad. Y entonces, fascinado, Noboru pudo ver
cómo, rasgando la espesa mata de vello que crecía
bajo el vientre, se erguía triunfalmente erecta la
bruñida torre del templo. (Mishima, 1963, p. 19)
De la misma manera en que la primera cita fue reveladora de la situación, con una precisión comparable
a la de la imagen, en las dos citas anteriores el efecto
y el proceder han sido los mismos. Hemos evidenciado con claridad las contrapartes de un preludio al
encuentro amoroso. Rastreamos el olor del cuerpo de
la mujer desvistiéndose en su erótica ebriedad, y palpamos voluptuosamente esa «armadura» del marino
hecha de nudos de henequén. Tacto, olfato, visión.
En una escena han acudido a nosotros a través de las
letras todos los sentidos. Con la fuerza del sentimiento y con la de la plasticidad, de nuevo, percibimos
privilegiadamente un acontecimiento.
Esta misma estrategia, como ya se mencionó, es la
que va a operar a lo largo de toda la novela. El gusto del autor por pintar con minucioso pincel los escenarios y sus protagonistas, los objetos y las características, va a determinar que la obra, en general, se
presente como una gran epopeya pictórica, como
un gran cuadro dividido por capítulos. Y así, vamos
a ver también a los mismos personajes desbordados
de emoción ante los colores, como cuando Ryuji, el
marino, le dice a Fusako, madre de Noboru:
[…] cuando en una larga travesía pasas por la
cocina, a veces tienes la fortuna de echar una
ojeada a un rábano o a unas hojas de nabo. Y esas
pequeñas pinceladas de verde hacen que sientas
un hormigueo por todo el cuerpo. Sientes ganas de
arrodillarte y de ponerte a adorarlas. (Mishima, 1963,
p. 50)
O más adelante cuando nos es transmitida la historia del marino por el narrador:
Ryuji, tendido en la cama mientras dejaba que el
ventilador esparciese las cenizas del cigarrillo […].
Con la mirada fija en algún punto en el espacio,