Revista Greca | Page 64

la gracia del mar. Aquí no solo hay una maestría en el ejercicio descriptivo, una artesanía innovadora en el campo del detalle; hay la formulación de una propuesta estética y una apuesta artística en torno al aparecer de lo «bello». Aterricemos ahora un poco el nivel conceptual a la literatura. Resulta necesario mostrar cómo se da esa precisión, en qué sentido aparece la subjetividad, qué cosas aborda la descripción y cómo se alza esa realidad plástica y visual que hemos señalado como el centro en el que confluye la importancia estética de la obra. Pues bien, muy iniciada la novela, la voz del narrador nos introduce a los pensamientos de uno de sus protagonistas, el niño Noboru, diciendo: Nunca lloraba, ni aun en sueños, pues la pureza de corazón era para él motivo de orgullo. Le gustaba imaginar su corazón como una enorme ancla de hierro que resistía la corrosión del mar, y que desdeñosa de las ostras y percebes que hostigaban los cascos de los buques, se hundía bruñida e indiferente, entre montones de vidrios rotos, peines sin dientes, tapones de botella, preservativos…, en el cieno fondo del puerto. Algún día se haría tatuar un ancla en el pecho. (Mishima, 1963, p. 17) El personaje que nos es presentado en la anterior cita entra contundentemente dentro de la historia. Allí sentimos a ese niño que se está constituyendo con un carácter fuerte y que de igual modo nos golpea con su prematura sensibilidad. El símil «ancla-corazón», empleado por el narrador, es planteado a través de una senda descripción, y con él, nos sumerge en el mar, nos hace sentir la pátina de óxido, nos golpea contra el fondo infestado de desperdicios del océano; así es que podemos ver y comprender —casi, se podría decir— la totalidad del imaginario del niño Noboru. Pero lo anterior —y esto es esencial— ocurrió únicamente gracias a que la fuerza de toda la frase estuvo entregada a la magia casi visual y plástica que es la que va a imperar en la novela. Más adelante, otros ejemplos rutilan frente al lector. Estando Noboru, el niño protagonista, espiado a su madre, Fusako, cuando ella se encuentra en su habitación con un marino llamado Ryuji, el narrador nos dice: «Ella se había paseado sudorosa y un tanto ebria por el aire nocturno y húmedo, y ahora su cuerpo, al desnudarse, exhalaba una fragancia que Noboru no supo identificar» (Mishima, 1963, p. 19). En la misma escena, comenta también el narrador: 64 Ryuji se desabrochó lentamente la camisa, luego se desprendió con soltura de la ropa. De edad aproximada a la de la mujer, su cuerpo parecía más joven y sólido que el de cualquier hombre de tierra: acaso había sido moldeado por el mar. Sus hombros eran anchos y cuadrados como las vigas de la bóveda de un templo; el pecho tenso parecía cubierto por un vello espeso y rizado; los músculos nudosos como henequén trenzado sembraban de relieves todo el cuerpo: parecía que su carne fuera una armadura de la que podía desprenderse a voluntad. Y entonces, fascinado, Noboru pudo ver cómo, rasgando la espesa mata de vello que crecía bajo el vientre, se erguía triunfalmente erecta la bruñida torre del templo. (Mishima, 1963, p. 19) De la misma manera en que la primera cita fue reveladora de la situación, con una precisión comparable a la de la imagen, en las dos citas anteriores el efecto y el proceder han sido los mismos. Hemos evidenciado con claridad las contrapartes de un preludio al encuentro amoroso. Rastreamos el olor del cuerpo de la mujer desvistiéndose en su erótica ebriedad, y palpamos voluptuosamente esa «armadura» del marino hecha de nudos de henequén. Tacto, olfato, visión. En una escena han acudido a nosotros a través de las letras todos los sentidos. Con la fuerza del sentimiento y con la de la plasticidad, de nuevo, percibimos privilegiadamente un acontecimiento. Esta misma estrategia, como ya se mencionó, es la que va a operar a lo largo de toda la novela. El gusto del autor por pintar con minucioso pincel los escenarios y sus protagonistas, los objetos y las características, va a determinar que la obra, en general, se presente como una gran epopeya pictórica, como un gran cuadro dividido por capítulos. Y así, vamos a ver también a los mismos personajes desbordados de emoción ante los colores, como cuando Ryuji, el marino, le dice a Fusako, madre de Noboru: […] cuando en una larga travesía pasas por la cocina, a veces tienes la fortuna de echar una ojeada a un rábano o a unas hojas de nabo. Y esas pequeñas pinceladas de verde hacen que sientas un hormigueo por todo el cuerpo. Sientes ganas de arrodillarte y de ponerte a adorarlas. (Mishima, 1963, p. 50) O más adelante cuando nos es transmitida la historia del marino por el narrador: Ryuji, tendido en la cama mientras dejaba que el ventilador esparciese las cenizas del cigarrillo […]. Con la mirada fija en algún punto en el espacio,