Revista Greca | Page 14

Fotógrafo: Oscar Mora. Espinas de rosa Santiago Maldonado Séptimo A El sol se eclipsaba tras las montañas. Cada vez más sombría, la oscuridad de la noche daba una sensación de incertidumbre que alejaría a cualquiera de aquel horrible lugar. Tras aquellos barrotes negros y picudos, un sendero enlodado guiaba a la entrada del templo. Era un magnífico monumento, imponente, de un color gris que se tornaba negro por la suciedad. Se notaba olvidado. La soledad del pueblo se reflejaba en el deterioro de aquel recinto; las paredes se pelaban y las cruces que adornaban las puntas de los campanarios estaban rotas. En el interior había dos suntuosas columnas adornadas con hermosos arabescos negros y dorados; al frente del altar tres bancas, cada una con su respectivo reclinatorio, tambaleaban con la más mínima corriente de viento que pasaba por la puerta. Sobre el crucifijo había un vitral que tenía varios vitales rotos y otros que ya estaban caídos por completo, pero se podía distinguir la figura de una rosa con grandes espinas que parecía detener el tiempo. 14 Él había destruido todo. Había quitado las baldosas y tirado las velas al suelo. Buscaba algo, estaba desesperado: al parecer no encontraba lo que necesitaba. Sudaba por la espalda y la cabeza, las manos le temblaban y sus ojos estaban tan irritados que parecían querer salirse de sus cuencas. La puerta tronó. Una enorme sombra se vio reflejada en el frío suelo. El hombre levantó su mirada y vio a un elegante señor con una bata negra. Se veía que era mayor y parecía haber llegado ya a sus 75 primaveras, que se tornarían inviernos dentro de poco. El hombre de capa se presentó como el monseñor del pueblo. Aquel hombre desesperado parecía pasar de la locura a la furia más psicópata, parecía haber sido profundamente herido por el monseñor, o al menos por su recuerdo. Sin embargo, logró controlar su cólera y se dispuso a saludarlo.