Fotógrafo: Oscar Mora.
Espinas de rosa
Santiago Maldonado
Séptimo A
El sol se eclipsaba tras las montañas.
Cada vez más sombría, la oscuridad de
la noche daba una sensación de incertidumbre que alejaría a cualquiera de aquel
horrible lugar. Tras aquellos barrotes
negros y picudos, un sendero enlodado
guiaba a la entrada del templo. Era un
magnífico monumento, imponente, de
un color gris que se tornaba negro por la
suciedad. Se notaba olvidado. La soledad
del pueblo se reflejaba en el deterioro de
aquel recinto; las paredes se pelaban y las
cruces que adornaban las puntas de los
campanarios estaban rotas. En el interior
había dos suntuosas columnas adornadas con hermosos arabescos negros y
dorados; al frente del altar tres bancas,
cada una con su respectivo reclinatorio,
tambaleaban con la más mínima corriente
de viento que pasaba por la puerta. Sobre
el crucifijo había un vitral que tenía varios
vitales rotos y otros que ya estaban caídos
por completo, pero se podía distinguir la
figura de una rosa con grandes espinas
que parecía detener el tiempo.
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Él había destruido todo. Había quitado las
baldosas y tirado las velas al suelo. Buscaba algo, estaba desesperado: al parecer
no encontraba lo que necesitaba. Sudaba
por la espalda y la cabeza, las manos le
temblaban y sus ojos estaban tan irritados
que parecían querer salirse de sus cuencas.
La puerta tronó. Una enorme sombra se
vio reflejada en el frío suelo. El hombre
levantó su mirada y vio a un elegante
señor con una bata negra. Se veía que era
mayor y parecía haber llegado ya a sus
75 primaveras, que se tornarían inviernos
dentro de poco.
El hombre de capa se presentó como el
monseñor del pueblo.
Aquel hombre desesperado parecía pasar
de la locura a la furia más psicópata, parecía haber sido profundamente herido por
el monseñor, o al menos por su recuerdo.
Sin embargo, logró controlar su cólera y
se dispuso a saludarlo.