El mundo onírico pertenecía a mi cotidiano. Me atormentaba; mi realidad era
distorsionada. Deambulaba en los callejones oscuros de Insmmouth en busca de
conocimientos olvidados. Cada vez más aquella búsqueda implacable de la arcaica ciudad,
cuyo nombre no recordaba daba frutos, pues me levantaba en lugares que no recuerdo.
Llegué a estar en medio del mar Mediterráneo sin tener uso de la razón. En mi cabeza se
escuchaban alabanzas en latín; especulaba que eran provenientes de la aterradora tierra
del ensueño con sus horribles cadáveres desfigurados sin identidad alguna. Estos ritos
eran frecuentes, día y noche los escuchaba y analizaba, permitiéndome comprender una
lengua de culto: «En los sueños de los artistas se ve la ciudad de R’lyeh con sus ángulos
imposibles, la morada donde dormitan los antiguos dioses primigenios. ¡Alaben al dios
cósmico Nyarlathotep!».
R’lyeh me introdujo a un conocimiento considerado prohibido y distópico para la
sociedad. El conocimiento subhumano alteraba mi anatomía, el sello de R’lyeh estaba
tallado en la palma de mi mano, como una especie de hematoma con extrañas garabatos,
que desde el simple punto de vista de un mundano no parece tener importancia alguna.
Mi tono de piel era pálido, mi rostro era cada vez más inhumano, la textura de mi piel
era escamosa. Al observarme detenidamente al espejo me petrifiqué pues encajaba con el
aspecto de un habitante de R’lyeh… En esos instantes era consiente que pertenecía a una
repugnante raza. Yo era un «Profundo», descendiente del dios primigenio Cthulhu.
Ahora comprendía aquel onírico recuerdo, como un mal presagio de mi muerte.
El conocimiento abrumaba mi conciencia, no conocía los límites de mí extraña
metamorfosis. R’lyeh invocaba a su eterno ensueño. Las voces merodeaban por mi cabeza.
Me hacían perder la cordura. Era tentador; tenía una inmensa de sabiduría tan solo en
la palma de mi mano. Sabía que mis saberes no residían en el culto subhumano; pese a
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