extraña melodía humana de miedo. Pasada una media hora se oyó cómo se quebraba la silla y, casi al instante, el descalabro de un espejo.
Cuando la médica abrió rápidamente, le encontró echado en el suelo, tapándose el rostro con las manos que sangraban por los cristales y las astillas, mientras se revolcaba en el mortífero suelo impregnado de los objetos ya mencionados. Sin embargo, lo más siniestro de todo era la forma en que sollozaba, o reía, realmente no podía distinguirse entre ninguna de las dos. Al notar que la chica se acercaba se levantó de un brinco y la empujó de forma brusca abriéndose paso por la habitación de forzosamente hasta desaparecer de la escena.
Deambuló por días. Es de poca importancia en dónde pues ni él lo sabía. No tenía noción de nada, solo de su propia voz que provenía de todas partes menos de su boca. Al cuarto día finalmente recobró algo de conciencia, al menos la suficiente como para saber dónde estaba y elaborar un muy primitivo pensamiento. Uno que se desarrollaría lo suficiente como para convertirse en la idea, notoriamente irracional, de hacer desaparecer su miedo. Y no pensó en volver al psicólogo o cualquier otra solución medianamente lógica. No. La mejor idea que se le ocurrió fue confiar en los milagros provenientes de una fuente de los deseos.
En aquel día las sombras parecían haberse resguardado del sol en la oscura y profunda fuente. Toda la vegetación parecía marchita. Mirar el suelo hubiese sido el equivalente a hacerlo desde el cielo pues las personas perseguían las sombras al igual que las hormigas. Quien poseía algún ventilador se convertía en alguien superior, o al menos eso parecía. Esta descripción es la única información de la que pueden fiarse, es lo único que vi con mis propios ojos. En este escenario, el nuevo lunático de la ciudad lanzaba una moneda de mil a la fuente, así de caro era su deseo, y entonces gritó:
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