jes no son de reprochar, en mayor medida, si tenemos en cuenta el destino que les ha sido
dado por su país de origen. ¿Es de condenar que un joven como Óscar —que no es sino la
representación de cualquier otro joven dominicano—, teniendo sobre él una cultura que le
exige unos mínimos de «virilidad» y de abruptas conductas de seducción, y cuyas mayores
referencias culturales son una maldición de proporciones apocalípticas y una dictadura que
duró casi tres veces su edad, se vea atraído por el país de «todas las oportunidades» y donde
tantos compatriotas suyos han ido a parar? No se le reproche tal cosa al niño, por favor. Él
es solo uno de los 1,3 millones de dominicanos que, según los últimos censos de institucio-
nes estadounidenses, han sido hijos de inmigrantes, o son inmigrantes en su país. Tal caso
es el mismo de Junot, nacido y criado allí, tanto que en entrevistas se alcanza a reconocer,
en pequeña medida, ese acento duro, propio de los norteamericanos al tratar de hablar
español. Hacer una crítica a la novela, dejando de lado los temas meramente literarios, debe
tener presente desde qué lugar y con qué sesgos se da tal crítica. El español hablado en Re-
pública Dominicana es terriblemente infame y desagradable, sí, pero es el que les ha tocado.
¿Fukú, quizás? Y es por tanto que la crítica que se genere de la obra será muy distinta —si
es apresurada— entre la de un puertorriqueño, por ejemplo, y la de un argentino. La lengua
con que se habla en la historia es un punto del que agarrarse para los mismos dominicanos,
nunca para los de Sur América. Eso en una primera instancia, muy básica. Ahora, hay que
cuestionar el punto al que ha llegado la literatura latinoamericana, teniendo como base las
premisas de su tradición, antes referenciadas. ¿Es apresurado llamar a la novela una de-
gradación de la lengua? Quizás, pero es que nunca antes se había visto tal penetración del
inglés en un lenguaje nacional latinoamericano, y que, además, se mezcla con el ya men-
cionado desagradable español dominicano. Si bien no es acertado aceptar enteramente la
escritura de Junot, tampoco lo es pedir que ignore sus propios matices, negándole a la nove-
la la nación por la que fue concebida. Es así que, si se ve en retrospectiva, las implicaciones
históricas de los últimos años han perpetrado el camino que llevaba la búsqueda de la iden-
tidad latinoamericana mediante la literatura, y la han devuelto a un punto cero. Esta novela
no es, entonces, la indicada para dar el estado de consciencia que dieron las del Boom. Si
acaso, habrá de dársela a los dominicanos que tengan un mínimo de crítica a la situación
de su país. Preguntarse por su nivel literario, frente a la tradición que tiene detrás —Darío,
Borges, Cortázar, Rulfo, Casares, Sor Juana, y tantos más— es un sinsentido, en tanto que
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