bien una claridad en que esa revolución no
fue cultural en lo latino, sino en lo literario
mundial. Es por eso mismo que las lecturas
latinoamericanas se reducían al mismo Da-
río y Neruda. Los escritores que les siguie-
ron lo reconocen; se formaron ellos más
con escritores europeos y estadounidenses
que con sus compatriotas. La tradición
francesa o inglesa, harto más consolidada
que la criolla, era más anhelada entre lec-
tores que ésta última. Las letras hispanoa-
mericanas todavía estaban faltas de unión
y reconocimiento de sus compatriotas, y a
mala hora, cuando Estados Unidos parecía
acercarse con más ahínco a las naciones
bajo él.
(Fotografía de calle) Fotografía: Irina Ávila.
Por aquellas cosas del azar, cuando tan-
tos años se había tardado Latinoamérica en
llegar a este punto —y con qué dificultad—
se concentra en el breve periodo de diez años el boom; la cúspide a la que había llegado la
literatura latinoamericana, en su épica tardía de dar identidad. Con este movimiento, se dio
consciencia a los pueblos de que había, sin duda alguna, vasos comunicantes; lenguajes a
modo de raíces que cruzaban desde el Jalisco de Rulfo hasta el Buenos Aires de Sábato. De
tal movimiento que tanto se había añorado, se diría que, en un momento en que se veían
amenazados de convertirse en una colonia estadounidense, habían aparecido seis, siete,
ocho escritores y de golpe habían dado a sus países un estado de consciencia, alejándolos
más y más de Estados Unidos (Cortázar, 1977). Pero ya no hay eso, ni mucho menos. La
consciencia aún prevalece, sí, pero tales faros ya no existen, y no termina de ser angustian-
te el acelerado desarraigo de la tradición, conforme las dinámicas capitalistas y alienantes
suturan el tejido de cuanta nación se encuentran. A esto se vio sumado la reducción, si se
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