nios, de habernos dado la calidad de hispanohablantes; de herederos del habla de Castilla que un buen día Isabel la Católica soñó con entregar a todo el mundo. Y más aún, por los extraños caminos que tomó la cultura latinoamericana, después de la colonia, en los que se maldijo casi tanto como se cantó en honor a España y a su lengua. De esto es ejemplo César Vallejo. Aun así, el reto de entonces no era ni tan inmenso ni tan complejo como lo es ahora, pues no había amenaza de una nación por imponer cultura, excepto, claro está, la misma colonización europea en casi todo el continente. Largo ha sido el camino del arte en este territorio, usualmente marcado por la influencia externa o por el desconocimiento de los artistas vecinos, entre una nación latina y otra. Junot Díaz lleva encima una tradición literaria, especialmente consolidada en el último siglo y a la que debe responder con el nivel que le es esperado, si sus letras buscan devolverle la consciencia a Latinoamérica o, al menos, a su país de origen.
Si el arte ha permitido dar cuenta de la esencia misma de un territorio, aquí no supimos hacerlo— pues no debíamos— con los vestigios que acaso nos llegaban, doscientos años después del llamado descubrimiento de América, del arte español. Las coplas de Manrique o Las Meninas, de Velázquez, aun separadas entre ellas por largo tiempo, poco o nada podían decirnos de nuestra esencia. Para los tiempos de esta última( 1656), la mayor expresión literaria que se gestaba era la de la tan elogiada y admirada monja poeta mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz. Y véase que ni sus facultades ni su lucidez envidiable evitó que las ordenes eclesiásticas— españolas, virreinales, claro está— la silenciaran totalmente. Se dijo entonces que la literatura de los de acá era perversa, era peligrosa y por eso, censurable y condenable. A este respecto, Carlos Fuentes( 2008) afirma:
Es natural entonces que, al estallar la independencia en el año 1810, la imaginación literaria despertara con una novela: El periquillo sarniento, del mexicano Fernández de Lizardi( 1821), afirmativa de un nacionalismo lingüístico y de una temática costumbrista que al cabo se perdió en los meandros de la llamada imitación extralógica de las modas literarias de Europa: romanticismo, realismo, naturalismo. Más bien, el siglo XIX de Hispanoamérica sintió una necesidad impostergable: darle identidad política a las nuevas naciones independientes. […] Sentimos, pues, la urgencia de conocernos, de identificarnos.( s. p.)
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