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como un buen escritor y ambos se corresponden, creo yo, pues un
buen lector siempre será un creador.
Ya decía yo un momento atrás: ¿de quién es el libro? Mientras
está escribiéndose, cuando todavía es idea en formación –como suceder ficticio que se está acoplando a la expresión estética–, el libro
es del escritor. Pero luego de que sea arrojado al mundo y tenga que
valerse por sí mismo, el libro sólo será hasta que se encuentre con un
lector que lo abra y le deje mostrarle un mundo nuevo: el libro ya es
del lector. Y es aquí donde percibimos cómo la lectura desemboca en
la escritura, pues ese mundo nuevo, insinuado primero por el escritor,
sólo será construido a partir del trabajo que el lector haga con el material encontrado en el libro.
Dice Octavio Paz en uno de sus más reconocidos poemas: “el
mundo cambia / si dos se miran y se reconocen”. Así, cuando un libro
reconoce a su lector o un lector reconoce a su libro y viene la lectura,
viene también ese mundo prometido, creado, escrito en esa suerte de
rito que entre lector y libro se produce. La literatura, como el amor,
es de dos.
Leer, se nos ha dicho, es como vernos en un espejo, y no porque
el autor de determinado texto haya establecido que éste copiaría la
realidad. No es durante la lectura que nos vemos como realmente
somos, es sólo hasta que cerramos el libro y regresamos a nosotros
cuando entendemos que hay algo dentro nuestro que, en efecto, podría ser. Si queremos de verdad encontrarnos en el libro hay que dejar
al libro ser, hay que dejar que la ficción nos hable tal cual nos habla,
tal cual propuso el autor, sin estarnos con pretensiones del tipo “yo
también estoy en ese papel” o “esa es mi historia”, que siempre terminan deformando el texto.
La lectura debe ser lectura, el reconocimiento va después, y después, si se quiere, la escritura. Sobre el libro o, incluso, sobre el libro.
Tal vez algo como Por el color del trigo de Toño Malpica, Ifigenia cruel
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