de la montaña. Subimos agarrándonos de
los troncos para no resbalar en el fango del
terreno, y cuidando nuestras manos para
no apoyarnos en cortezas llenas de puntas o
recubiertas de hormigas.
A media ascensión, Pascal nos pidió silen-
cio. Estábamos ya muy cerca de la madre y
la cría. Nos tumbamos al suelo. Cerca de mí,
se movió algo rápidamente. Vi una cola. Me
alarmé. ¿Una serpiente? Luego vi una cabeza.
Suspiré aliviado. Era una simple lagartija que
se escudriñó entre la hojarasca muerta y se
fue pendiente abajo, hacia uno de nuestros
compañeros que se había quedado rezagado.
Éste siguió al reptil con la vista hasta que se
perdió en la selva. Entonces lo vio. Un enor-
me chimpancé macho que le estaba observan-
do desde unos cinco metros, con curiosidad.
Al verse sorprendido, el macho retrocedió y
se internó en el bosque, dejándonos a todos,
guías incluidos, entusiasmados por haber
sido seguidos por el chimpancé.
Escuchamos un ruido por encima de noso-
tros y escudriñamos las ramas de los árbo-
les. Jugando cerca de la copa, moviéndose
como un columpio peludo, vimos a la cría,
una silueta negra recortada contra el verde
de la vegetación. Bajo la atenta mirada de su
madre, subía y bajaba por el tronco, como si
se tratara del palo de una estación de bombe-
ros. El pequeño tanteó una rama, probando
su resistencia, y se encaramó a ella flexio-
nándola bajo su peso para luego saltar en ella
como si fuera un trampolín. Podíamos ver la
Plantas trepadoras en la selva
del Monte Nimba
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