La silueta del Monte Nimba se recorta
en el cielo más allá de los cultivos
cara de feliz despreocupación del pequeño
simio, una sonrisa de chimpancé que se nos
hizo triste al reconocer el aislamiento de esa
pequeña población. Si el corredor verde no
prosperaba, el reducido grupo de chimpancés
acabaría sucumbiendo. Los dejamos jugando
en las ramas y, por otro camino, nos encara-
mamos a lo alto de la colina. Tropecé con una
rama en el suelo. Tenía un trozo de alambre
unido. No era una rama. Era una trampa para
cazar animales. Se la enseñé a Pascal.
−Hay algunos guardias en el Parque −me
dijo mientras derribaba la trampa de un pun-
tapié−, pero no llegan hasta aquí. Nos es difí-
cil luchar contra la caza ilegal. La gente tiene
hambre…
Caza ilegal, deforestación, minería,… El
futuro de la selva primaria de Guinea se veía
oscuro. Llegamos a la cima, donde encontra-
mos un claro entre los árboles donde había
crecido un tupido manto de gramíneas.
Desde aquí, en el horizonte, vimos la silue-
ta imponente del macizo del Monte Nimba,
recortado contra un cielo enrojecido por el
sol poniente. Algo se movió junto a nosotros.
Negro. Peludo. Otro chimpancé. Los guías
lo reconocieron. Era un adulto del grupo, de
doce años. No nos hizo mucho caso. Siguió
andando por el borde de la selva hasta que se
internó entre los árboles.
Se hacía tarde y empezamos a regresar
hacia el coche. Mientras hablábamos de lo
afortunados que habíamos sido por haber
visto aquéllos animales en su hábitat, oímos
un largo y penetrante grito.
Era del chimpancé, pero a mí me sonó
como si fuera el lamentoso quejido de la selva
clamando por su futuro en peligro. v
42