Revista de viajes Magellan Octubre 2017 | Page 37

El suelo de la selva empezó a inclinarse, allá donde poco a poco el terreno iba acercándose a la falda de la montaña. Las copas de los árboles de ramas separadas, dejaban pasar una buena cantidad de luz que alimentaba una vegetación de subsuelo espesa y entramada, especialmente ahí donde algún árbol viejo había caído dejando un claro en el bosque.
La selva terminó de golpe, junto a la inclinación más fuerte que encontramos hasta entonces, una rampa de cuarenta grados recubierta de hierba, húmeda aún del rocío nocturno. A partir de aquí, Bernard empezó a zigzaguear por el terreno, ganando altura, deteniéndonos de tanto en tanto para poder descansar y contemplar la vista. Ésta se extendía más allá de la selva tropical que bullía a nuestros pies, hasta los campos chamuscados y las casas de Gbakoré donde sus habitantes aún dormían.
Llegamos hasta la cresta, ancha y herbosa como un campo. Entre la roca rojiza de la montaña y el verde de la vegetación, destacaban algunos brotes quemados. Hasta aquí llegó alguno de los fuegos, pero ya se había recuperado parte de la vegetación.
Una vez en la cresta, sólo fue cuestión de seguirla hasta la cima. El cordón rocoso giró ligeramente para encararse al sureste y se inclinó un poco más para llevarnos hacia la última fuerte subida hasta la cima. Mientras recorríamos los últimos centenares de metros, las nubes que se habían mantenido pegadas a la montaña con cierta laxitud, se hicieron más espesas. Maldijimos el tiempo, que no nos permitiría poder contemplar ya nada más de la vista.
Sin embargo, mientras llegábamos finalmente a la cima, al cabo de cuatro horas de haber salido del coche, el viento esparció las
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Nuestros guías llevándonos hacia la cúspide del Monte Nimba