Gbakoré ya estaba animado cuando llega-
mos en plena noche. La música de las dos dis-
cotecas del pueblo ya sonaba fuerte. Delante
de donde aparcamos el coche, dos mujeres
acababan de retocarse el peinado en una
peluquería improvisada sobre una esterilla y
un par de bancos. La peluquera había venido
a propósito desde Lola para quedarse tres días
y poder arreglar el pelo de las mujeres para la
fiesta de fin de año. Con la ayuda de linternas,
enfilaba complicadísimos trenzados con tro-
zos de peluca de plástico negro.
Un par de hombres contemplaba ese espec-
táculo desde el porche de una de las casas.
Uno de ellos resultó ser el jefe del poblado,
que conocía a Bernard.
−No tardará en llegar −nos aseguró.
Además, el jefe tenía habitaciones libres
para alquilar, así que podíamos dormir ahí.
Nos quedamos en esa casa para pasar la
noche, y mientras descargábamos nuestras
mochilas en las habitaciones, llegó Bernard.
Era guía también para el IFAN, y venía jus-
tamente de una excursión por la selva. Serio,
recto, discreto y despierto, nos pareció la antí-
tesis de Olivier y nos gustó enseguida. Con él
sí tuvimos la impresión de que al final podría-
mos llegar al Monte Nimba.
−Me gustaría poder llevaros −nos dijo−.
Pero deberíamos hablarlo luego. Ahora mis-
mo vengo sucio del trabajo y tengo que ir
rápido a casa para arreglarme. Hoy tenemos
baile. Inauguramos una discoteca en un pue-
blo cercano. ¿Por qué no venís a verlo?
Así, sin más, nos invitaron a la inaugu-
ración de la discoteca del pueblo de Gono-
manota. Fuimos en el coche, y al llegar nos
Niña en el poblado de Gbakoré
encontramos a todo el pueblo en el exterior
de la discoteca, un antro de unos cien metros
cuadrados de ladrillo y techo metálico, con
unos altavoces de música enlatada en los que
sonaba Magic System.
El Boîte de Nuit, como llaman a las disco-
tecas, estaba aún vacío. Todo el mundo espe-
raba fuera, delante de la cinta que impedía la
entrada por la puerta. Las autoridades locales,
entre ellas nuestro futuro guía Bernard, arre-
gladas con sus mejores galas, estaban espe-
rando a que les dieran la señal para entrar.
Nosotros esperábamos con el resto de la
población. De pronto, alguien de la organiza-
ción se fijó en que yo tenía cámara y me pidió
que sacara fotos. Sin darme tiempo a decir
que sí o que no, me metieron por debajo de la
cinta al interior y, cuando la cortaron, saqué
fotos del tropel de gente que entró bailando al
ritmo de la música.
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