Revista de viajes Magellan Magellan Nº41 | Page 24
nas, cocos y papayas que cada día come en
el bosque). Le da la culpa a los misioneros,
que al llegar a las islas circularon la creen-
cia de que en la selva habitaban los tupapau,
espíritus o fantasmas peligrosos e hicieron
concentrar la vida de los nativos cerca de la
costa. Los pueblos y templos de la selva fue-
ron abandonados y ahora es Azdine quien
está intentando recuperarlos.
Me llevó hasta el marae. Aquí lleva cada
semana a una escuela distinta para que los
alumnos le ayuden a desbrozar el terreno y
aprendan a la vez su propia historia. Un peque-
ño tiki, una representación antropomorfa de
piedra, decora una esquina del cuadrilátero de
losas de piedra. A cincuenta metros, Azdine
ha montado un pequeño cubierto en el que
cría cerdos y los alimenta con cocos, como
hacían los antiguos polinesios. Atravesamos la
piara que gruñía de placer mientras devoraba
la carne blanca y jugosa de una pila de cocos.
Incluso un par de perros se habían añadido
al festín. Poco después llegamos a uno de los
lugares más fascinantes de la isla. En medio
del bosque se levantaba el enorme tronco de
un baniano, con su base llena de raíces aéreas
y recovecos y sus múltiples ramas que se ele-
vaban al cielo cubriendo el área de una som-
bra verdeante que aseguraba la protección del
sol. Las piedras y rocas que se veían alrededor
estaban llenas de musgo de un verde brillante
e intenso. Parecía el lugar de descanso de los
varua, los espíritus del bosque. Pero era algo
más que esto:
Montañas de Bora Bora
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