Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 82
Taller de Guayaquil en los ochenta. Liliana Miraglia, Livina Santos y Gilda Holst.
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que me interesaba combinar la li-
teratura fronteriza, que mezclaba
lo real con lo fantástico, y recursos
de la contracultura, me recomendó
que leyera Desnudo en el tejado, del
chileno Antonio Skármeta, que ha-
bía ganado el Premio Casa de las
Américas, y Para comerte mejor, del
argentino Eduardo Gudiño Kieffer.
Hasta ese momento yo dependía
básicamente de los libreros capita-
linos para recibir recomendaciones
literarias. Se trataba de buenos lec-
tores, pero su radar era explicable-
mente local.
El limitado horizonte de mis lec-
turas se amplió en forma extraordi-
naria con la bibliografía que Donoso
elaboraba a mi medida, pidiéndome
que leyera con la mente de quien
aborda un mecanismo, dispuesto a
apropiarme de las piezas sueltas que
me hacían falta («con el desarmador
en la mano», como aconsejaba Ga-
briel García Márquez).
«La literatura es un don, pero
también una dificultad adquirida»,
reiteraba el maestro. Debíamos en-
tender nuestros textos como borra-
dores susceptibles de infinita me-
jora. La verdadera vocación no se
muestra en el primer esfuerzo, sino
en la voluntad de corregirlo. En
consecuencia, nos instaba a llevar
segundas y aun terceras versiones
del mismo cuento para saber si las
críticas habían dado resultado.
Desde las primeras sesiones nos
convenció de que la crítica es una
forma de la creatividad y que nada
ayuda más a un autor que descu-
brirle defectos. Carlos Chimal, Jai-
me Avilés y otros compañeros de
generación se beneficiaron de su
rigor. También ahí conocí a Luis
Felipe Rodríguez, que actualmente
es uno de los mayores astrónomos
de México y entonces escribía su-
gerentes cuentos de ciencia ficción.
Cada alumno llevaba al maestro a