Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 81
geografías
cuadros de Edward Hopper. Un
resplandor amarillento iluminaba
los manuscritos en la mesa donde
sesionaba el Taller de Cuento. A lo
lejos, sumido en sombras, el estadio
de Ciudad Universitaria parecía un
escarabajo boca arriba.
Yo tenía entonces quince años.
Cuando me presenté en el Taller
sólo había escrito un cuento. Do-
noso también debutaba en ese sitio.
Se había hecho cargo de la vacante
dejada por Augusto Monterroso,
así es que los dos iniciábamos una
actividad que lo convertiría a él en
una leyenda de la pedagogía litera-
ria y a mí en su permanente discí-
pulo.
Desde la primera sesión, Do-
noso me tomó insólitamente en
serio; no se sorprendió de recibir
a un menor de edad, preguntó por
mis autores favoritos, sonrió cuan-
do mencioné a Julio Verne y asintió
cuando agregué a Juan Rulfo y Ju-
lio Cortázar. Con la seriedad que se
le concede a un colega, quiso saber
cuántos relatos había escrito. Para
hacerme el prolífico contesté:
—Dos.
Pidió que los llevara el siguien-
te miércoles. Esa semana escribí a
toda prisa un cuento sobre mineros
que sufrían espantosamente y a los
que deseaba salvar en mis páginas.
Eran tiempos en los que comenza-
ba a leer libros de vulgata marxista
y en los que trataba de llevar mis
recién adquiridas convicciones a los
cuentos que escribía (o, más bien,
que pensaba escribir).
Hombre político, que vivía exi-
liado en México y había padecido
cárcel por sus ideas, Donoso de-
testaba la literatura panfletaria. El
cuento de los mineros le pareció
horrendo. Fue una lección decisiva
para mí. «El arte es revolucionario
en tanto arte, no por el tema que
trata», comentó, parafraseando a
Gramsci.
En cambio, el otro cuento, es-
crito previamente, sin la presión
de mostrarlo en el Taller, le pareció
aceptable.
—Se nota que es posterior —dijo
con la bonhomía de quien le atribuye
a alguien de quince años una etapa
previa.
Fue la única vez que se equi-
vocó conmigo. Para quedar bien,
‘reconocí’ que el cuento de los mi-
neros era ‘más viejo’. Entré a un
taller de ficción con una mentira,
pero aprendí que ahí sólo se decía
la verdad.
Durante cuatro años, los miér-
coles representaron para mí la as-
censión decisiva al Piso 10 de la
Torre de Rectoría. Ahí conocí a un
poeta brillante, torrencial, dueño de
un humor cáustico, José Alfredo
Zendejas, que más tarde adoptaría
el alias de Mario Santiago Papas-
quiaro y en Los detectives salvajes, de
Roberto Bolaño, aparecería como
el mítico Ulises Lima.
Mario formaba parte del Taller
de los martes, dedicado a la poesía
y coordinado por Juan Bañuelos,
pero participaba en nuestras se-
siones como un espléndido juez de
narrativa.
Donoso era entonces un acti-
vo promotor de la nueva literatura
latinoamericana. En 1972, año en
que lo conocí, publicó Prosa joven
de la América hispana, antología en
dos tomos que formó parte de la
colección ‘SepSetentas’ y tuvo un
tiraje de diez mil ejemplares. En el
periódico El Día publicaba la co-
lumna ‘Bitácora latinoamericana’,
observatorio de nuevas tendencias
literarias, dictaminaba textos para
la editorial Extemporáneos y pla-
neaba el lanzamiento de la revista
Cambio, con Julio Cortázar y Juan
Rulfo en el consejo de redacción.
Estábamos ante un maestro de
excepción, pero también ante al-
guien que intervenía en los más
distintos aspectos de la circulación
literaria y establecía significativos
puntos de confluencia entre au-
tores de diversas latitudes. Al ver
Yo tenía entonces
quince años.
Cuando me
presenté en el
Taller sólo había
escrito un cuento.
Donoso también
debutaba en ese
sitio. Se había hecho
cargo de la vacante
dejada por Augusto
Monterroso, así
es que los dos
iniciábamos una
actividad que lo
convertiría a él
en una leyenda
de la pedagogía
literaria y a mí en
su permanente
discípulo.
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