Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 83

diferentes asociaciones con otros autores. A propósito de Rodríguez, analizó a Bradbury y Lovecraft. En otra ocasión, un texto de atmósferas sensuales del arquitecto Luis Porter lo llevó a hacer una exposición del Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Sin darnos cuenta, esas re- ferencias cruzadas fueron integran- do un curso adicional, de literatura comparada.  Estoy convencido de que Do- noso encontró en el Taller una vo- cación inesperada. Había trabajado como marino, abogado, periodista y editor, procurando que esas faenas le dejaran tiempo para escribir sus cuentos y novelas. Abordó el Taller con el mismo ánimo, pero descu- brió ahí una faceta de sí mismo que no había previsto. Siempre llegaba antes que no- sotros. No tenía coche y remonta- ba en autobús un buen tramo de la más extensa avenida de la ciudad, Insurgentes, hasta llegar al campus de la Universidad. En el trayecto, mataba el tiempo leyendo el pe- riódico deportivo Esto, impreso en sepia y blanco. Aunque ya Umberto Eco, Roland Barthes y, entre noso- tros, Carlos Monsiváis habían dado nuevo estatus a la cultura popular, no era común que se hablara de esos temas en las aulas universita- rias o los suplementos culturales. Donoso nos libró de ese prejuicio y nos animó a adentrarnos en las más distintas formas de representación del mundo, lo cual incluía a la cul- tura de masas, el deporte, el folletín y la sociedad del espectáculo. Ajeno a las reductoras supersti- ciones de los eruditos, no entendía la literatura como una especializa- ción autorreferente. Para él, el es- critor que sólo sabía de literatura ni siquiera sabía de literatura. Le apasionaba analizar los textos como instrumentos de relojería, pero también las circunstancias que los habían hecho posibles y que podían llevarnos a disquisiciones sobre po- «La literatura es un don, pero también una dificultad adquirida», reiteraba el maestro. Debíamos entender nuestros textos como borradores susceptibles de infinita mejora. La verdadera vocación no se muestra en el primer esfuerzo, sino en la voluntad de corregirlo. lítica, teología, los medios de co- municación, el erotismo, la ciencia y todos los temas bajo el sol. Donoso era un hombre cor- pulento al que la vida sedentaria había otorgado una emblemática barriga. Al corregir cuentos con un bolígrafo o un plumón presionaba la página con una fuerza excesiva. Desempeñaba esta parte artesanal del oficio con pulso de herrero o carpintero. Una vez roturado, el texto era discutido en detalle. El maestro se detenía en las minucias (un punto y coma, un adjetivo, un anglicismo) con el mismo placer con que disfrutaba los comentarios de trazo más amplio sobre la psico- logía de los personajes, los símbo- los ocultos entrelíneas, la pertinen- cia política o histórica de la trama. Nunca lo vi desesperarse ante un manuscrito, por malo que fuera. En verdad gozaba esas sesiones en las que nos hacía mejores.  Monterroso había dejado el Taller porque el acceso era libre y un día se hartó de los ‘turistas del cuento’ que asistían un par de veces y luego desaparecían. Donoso con- tó desde el principio con un grupo estable que le rindió devota pleite- sía, pero nunca desdeñó a los visi- tantes de ocasión, incluso a aque- llos que, cumpliendo con la necesa- ria radicalidad de las universidades, llegaban a acusarlo de estar creando una secta de agradecidos feligreses. Poco a poco se corrió el rumor de que en el Piso 10 ocurría algo peculiar y el Taller llegó a tener su- ficientes miembros para formar una asamblea. El éxito llegó a oídos del director de Bellas Artes y Donoso fue invitado a crear una red de ta- lleres en provincia. Con ímpetu de caballería andante, extendió su ma- gisterio a San Luis Potosí, Aguas- calientes y Zacatecas, las ciudades formativas del mayor de nuestros poetas, Ramón López Velarde.  El exiliado dispone de una mi- rada desplazada y puede ejercer la perspectiva que concede el paralaje: ve otras cosas porque se ha movido para verlas. Donoso leía mis textos, me recomendaba libros, hablaba conmigo de los más diversos temas culturales, pero esto no le pareció suficiente. Decidió completar mi enseñanza rescatándome del cen- tralismo mexicano:  —En provincia pasan cosas de las que no te has enterado —me dijo, y me invitó a acompañarlo a su Taller en San Luis Potosí. Para entonces, ya tenía yo die- ciocho años y me convertí en una 81