Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 58
No seas antigua, Mariana. Eso
de rosa para las nenas y azul
para los nenes, no va más. Todo
es distinto ahora. Más libre, más
desestructurado. Peralta se escucha
y piensa que su voz no suena todo
lo sólida y segura que él quisiera.
¿Sí?, pregunta Mariana. ¿Y vos
cómo sabés eso?
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—Pero es azul.
—Más bien violeta —contesta
el dueño—. Parece azul por la luz.
Peralta se acerca a la bicicleta.
La rodea, la estudia desde todos los
ángulos como si fuera una pieza de
museo. Es inútil, sigue viéndola azul.
—Además —dice el dueño, son-
riendo—, eso de azul para los chicos
y rosa para las chicas es muy viejo.
—¿En serio?
—Por supuesto.
No seas antigua, Mariana. Eso
de rosa para las nenas y azul para los
nenes, no va más. Todo es distinto
ahora. Más libre, más desestructura-
do. Peralta se escucha y piensa que su
voz no suena todo lo sólida y segura
que él quisiera. ¿Sí?, pregunta Maria-
na. ¿Y vos cómo sabés eso? Peralta
siente, profundo, el aguijón del sar-
casmo, pero igual consigue respon-
derle sin perder la calma. Porque es
obvio, dice, el mundo cambió; todo
cambió. Fijate: antes las parejas no se
separaban al primer inconveniente,
luchaban por lo que tenían, hacían
esfuerzos, concesiones. Ahora no,
ahora las parejas al primer problema
se separan y listo. Eso cambió, ¿no?
Y a vos te parece bien. Te gusta eso.
Bueno, también cambió la cuestión
de los colores: tanto que las nenas
ahora prefieren el azul. Además, dice
en tono conciliador, si mirás bien, no
es azul azul, es más bien violeta.
—¿Y? —pregunta el dueño del
local—. ¿Qué piensa?
—No sé —dice Peralta. Se pasa
la mano por la cara—. No sé qué
hacer.
—Si me permite un consejo
—dice el otro—, a los chicos no
les importan los detalles, a ellos les
gustan los regalos.
Peralta lo mira.
—Es cierto —dice.
—Al menos, eso es lo que pien-
so yo —dice el otro levantando los
hombros.
—Es cierto —repite Peralta—.
Papá decía siempre que el alma no
tenía bolsillos.
—Eran sabios los viejos.
Peralta asiente en silencio. ¿Es-
cuchás, Mariana? Lo importante
no son los objetos, lo importante
es el acto de regalar, porque es un
gesto, un símbolo. Y los símbolos
son eternos, duran por siempre. Las
cosas, en cambio, van y vienen.
—Tenía un método para enseñar
a andar en bicicleta —dice Peralta.
—¿Su papá? ¿Cómo era?
—Simple, pero infalible.
Está a punto de agregar como
todo lo simple, pero prefiere dejarlo
así. Hace una pausa y siente que
la frase sigue vibrando en el aire,
como si se agrandara.
—Silbar —dice después.
—¿Silbar? —preguntan, al uní-
sono, Mariana y el dueño.
Peralta sonríe, satisfecho de ha-
berlos sorprendido.
—Sí —dice, con cadencia do-
cente, tratando de ocultar el entu-
siasmo—. Nadie se cae de una bici-
cleta si está silbando.
Seguramente a Mariana le gus-
taría discutírselo, demostrarle que
está equivocado, pero es astuta y
como no está segura, no agrega
nada.
—¿Y usted, aprendió así? —pre-
gunta el dueño.
Mariana hace como si no es-
tuviera interesada en la respuesta.
Pero Peralta sabe que está atenta
a sus palabras, buscando un error,
un desliz, algo que pueda, después,
echarle en cara.
—Sí —dice, convencido, y sien-
te que ese sí es un lazo que lo une, al
mismo tiempo, con su padre y con
su hija. Mariana empieza a desdi-
bujarse otra vez y ahora Peralta, su
padre y Laurita pasean en bicicleta
por un parque inmenso en un es-
pléndido día de sol. Su padre está
orgulloso, se le nota. Hizo las co-
sas bien. Tiene un hijo y una nieta
que lo quieren. De repente Laurita
se adelanta, silbando fuerte, sola
y segura, en la bicicleta nueva. El
método funciona. Funciona, dice
Peralta a su padre, y los dos se ríen
con una risa muy parecida, casi du-
plicada.
—Necesito una bicicleta.
—Créame que lo entiendo
—dice el dueño—. Pero es lo
único que hay.
Mariana reaparece, como un
fantasma, en la entrada del edificio.
Después retrocede, dejando que la
puerta se cierre delante de ella.
—La llevo —dice Peralta,
desesperado, bajando la bicicleta
azul del gancho.
—Espere que lo ayudo.
El dueño sostiene la rueda de
adelante y el manubrio.