Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 59
Mariana se acomoda la bata y
mira, curiosa, primero a él y des-
pués a la bicicleta. Hace muchos
años que ella no lo miraba así. Y a
él le gusta. Le gusta Mariana y le
gusta que lo mire así. Como si es-
perara algo de él, como si él pudiera,
todavía, sorprenderla. Entonces se
quedan unos segundos en silencio
mientras, detrás de ella, la puerta se
cierra sola, sin hacer ruido.
—Es un poco pesada, ¿no? —co-
menta Peralta cuando logran apoyar
la bicicleta en el suelo.
—No se crea —dice el dueño.
Peralta también nota que la bi-
cicleta está sucia y tiene las ruedas
desinfladas. Pero no le importa.
Nada importa. Las cosas, los obje-
tos, van y vienen. Por eso a Mariana
tampoco le importa que sea gran-
de o azul. Entiende, por fin, que es
más que un juguete; es un ritual,
una ofrenda. Tampoco le importa
estar en bata y pantuflas en la ca-
lle porque se da cuenta de que, otra
vez, están viviendo algo único. Una
noche que será inolvidable para
ella, para él y para su hija. Tenés
razón, dice, con una dulzura que
Peralta ya no recordaba, es violeta,
a Laurita le va a encantar. Peralta la
mira a los ojos. Entonces, después
de tanto tiempo, de tantas luchas y
discusiones, sus miradas vuelven a
encontrarse. Mariana está sonrien-
do y es preciosa cuando sonríe, se
le forman dos hoyuelos juveniles,
adorables. A Peralta también se
le escapa una sonrisa. De repente
todo está bien. Ya no hay por qué
pelear, ni discutir. Eso es el pasado.
Ahora las cosas van a ser como él
siempre las imaginó. Como deben
ser. ¿No querés subir y se la das
vos?, pregunta Mariana. Y esas son
las palabras más hermosas que po-
dría haber dicho, las más maravi-
llosas. Claro que quiere, es lo que
más quiere en el mundo. Pero no
lo dice. No lo va a decir. No puede
decirlo. Tiene que guardar las for-
mas, ir despacio, cuidarse, volver a
seducirla como la primera vez. Si
no es molestia, murmura, exage-
rando la formalidad. Mariana lo
mira como diciendo que no, no es
molestia, cómo va a ser molestia.
Pero tampoco lo dice. Ella también
sabe cuidarse. No es fácil empezar
de nuevo.
El dueño del local lo acompaña
hasta la calle y le cuenta que su hijo
está viviendo en Buenos Aires.
—Es duro tenerlos lejos —dice.
Peralta asiente mientras acomoda
la bicicleta en el baúl y la asegura con
una soga. En otro momento se hu-
biera quedado charlando; ahora no.
—Disculpe —dice—, me tengo
que ir.
Se estrechan la mano y Peralta
sube al auto. Antes de arrancar mira
por el espejo retrovisor. El manu-
brio de la bicicleta asoma como col-
gado del cielo. Es una buena señal,
piensa Peralta y da marcha al motor
con la certeza, ahora, de que Maria-
na y él van a entrar juntos al edifi-
cio y van a pasar de nuevo frente al
guardia, sólo que esta vez Peralta va
a saludarlo como siempre, afectuoso
y cordial, sin resentimientos. Al fin
y al cabo, es sólo un muchacho que
hace su trabajo. Cuando dejan atrás
al guardia, llaman el ascensor. Toda-
vía no se dijeron nada. Están disfru-
tando de ese silencio nuevo, suave
y cariñoso. Por fin llega el ascensor.
Peralta le cede el paso a Mariana.
Después acomoda la bicicleta. Hay
poco espacio para los dos y termi-
nan tan cerca que él puede volver a
sentir, después de tanto tiempo, el
inconfundible perfume de Mariana.
Ella presiona el botón quince y em-
piezan a subir. Con suavidad, Ma-
riana pasa la mano por el saco de
Peralta, como sacándole una pelusa,
y le pregunta si tuvo un buen viaje.
Él entorna los ojos para disfrutar de
ese levísimo contacto y dice que sí,
se le hizo un poco largo, pero está
acostumbrado. Quiere continuar la
conversación, decirle algo acerca del
perfume, o del lugar donde compró
la bicicleta, o del método infalible
de su papá para no caerse, pero en
ese instante el ascensor se detiene
de golpe, con un pequeño latigazo
que Peralta siente en la boca del es-
tómago. Llegamos, dice Mariana y
abre la puerta. Peralta no se mueve,
no puede hacerlo. Se queda quieto,
observándola. Se siente tan pleno y
eufórico que casi no puede aguan-
tar toda esa felicidad en el pecho.
Ella se da vuelta y lo mira a los ojos.
¿Pasa algo?, pregunta. No, nada,
dice él rápido, sonriendo. Nada, re-
pite, y levanta la bicicleta y sale del
ascensor.
(Este cuento forma parte de su libro Nadie
es tan fuerte, Editorial Modesto Rimba, 2017).
Pablo Colacrai
(Noetinger, provincia de
Córdoba, Argentina – 1977)
Creció y vive en Rosario. Es
licenciado en Comunicación So-
cial y coordina talleres de escri-
tura creativa. Entre otras distin-
ciones, recibió en 2006 el primer
premio en el Concurso ‘De las
sombras a la luz’, organizado por
la Municipalidad de Rosario y,
en 2009, obtuvo el primer pre-
mio en el concurso convocado
por la revista Una Mano. Ade-
más, algunos de sus cuentos se
publicaron en antologías y me-
dios locales y nacionales. En el
2012 publicó el libro de cuentos
La noche en plena tarde (Río An-
cho Ediciones) y en 2017 Nadie
es tan fuerte. Finalista del Premio
Hispanoamericano de Cuento
Gabriel García Márquez 2018.
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