Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 57
entrar y él, entonces, vuelve a su
casa. A la que fue su casa hasta hace
muy poco. La que debería seguir
siéndolo. Mariana le sostiene la
puerta y él entra hinchando el pe-
cho. Saluda al guardia con una son-
risa triunfal, despectiva, y después,
en el ascensor, le habla a Mariana
sólo de cosas banales y cotidianas,
como el clima o el tránsito. Típica
conversación de ascensor. Y ella se
molesta un poco ante tanta frivo-
lidad, pero no puede decirle nada,
no puede reprocharle nada; él es el
padre de su hija y le lleva el mejor
regalo del mundo.
—Esto es lo que tengo —dice el
dueño del negocio.
En un rincón, colgadas de un
gancho como si fueran reses, hay
tres bicicletas. Una se nota que fue
usada. La otra es de carrera, casi
profesional. La tercera, un poco
más chica, es azul.
—¿Es todo? —pregunta Peral-
ta, haciendo un esfuerzo por no
desanimarse.
—Ajá.
Ahora se escucha, nítida, de-
moledora, la carcajada de Maria-
na. ¿Esto es lo mejor que pudiste
conseguir? ¿Y viajaste tanto para
esto? ¿En serio? No, no podés
entrar. Y llevate ese adefesio, por
Dios, dice, y vuelve a reírse con
esa risa espantosa que tiene a ve-
ces. Entonces él siente que ya no
puede contenerse. Hizo todo lo
posible, pero eso es demasiado.
Está cansado de tanto desprecio,
de tanta insensibilidad, de tanta
incomprensión. Cierra los puños
y avanza hacia ella. Da un paso,
dos. Después se detiene. Y no
porque el guardia de seguridad
haya dejado el diario sobre la me-
sita y se levante, lento, acomodán-
dose el cinturón. No es por eso. Él
no le tiene miedo a nada. Ya no.
Simplemente no es así. Él no hace
esas cosas.
No, no las hace.
—Necesito una bicicleta —dice.
—¿La azul no le gusta? —su-
giere el dueño del local.
Peralta duda un segundo. Ma-
riana también observa la bicicleta,
intrigada. No es fea, dice, pero es
inmensa.
—¿No es un poco grande? —pre-
gunta Peralta—. Laura cumple ape-
nas tres añitos.
El dueño del local mira la bi-
cicleta como si no la hubiera visto
nunca antes.
—Los chicos crecen rápido
—dice—. Más rápido de lo que
creemos. Se lo digo por experiencia.
No seas tonta, Mariana, los chi-
cos crecen rápido. Ahora te parece
grande, pero antes de que nos de-
mos cuenta ya no le sirve más. Ella
achica un poco los ojos y lo mira
con suspicacia. Se levanta entre
ellos un silencio espeso. Peralta es-
pera, confiado. Cada segundo que
pasa juega a su favor. Siente que
ella empieza a ceder terreno, la está
convenciendo. Poco a poco, la está
convenciendo. Sí, dice Mariana al
final, dubitativa. Puede ser. En-
tonces él respira. Ya está más cerca.
Ya casi puede saborear la victoria.
Pero ni bien empieza a serenar-
se creyendo que de ahora en ade-
lante todo va a ser más fácil, ella
contraataca, artera, lapidaria, como
siempre. Pero es azul, dice. Peralta,
sorprendido, no puede evitar abrir
grandes los ojos. Eso envalentona a
Mariana. ¿O no te diste cuenta de
que era azul? ¿Ahora sos daltónico
también?
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