Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 56

El pueblo se parece a los pueblos que conoce. Casas viejas, bajas, sin el revoque completo. Calles anchas y silenciosas. En la puerta de un bar, un grupo de hombres lo saluda con la cabeza. Él sonríe y responde levantando, apenas, la mano del volante. Siente que conoce a esa gente, que podría entenderla. Y siente, también, que ellos, todos ellos, lo entenderían a él. 54 para atender de entre casa, sin pose, a un desconocido. —Disculpe que lo moleste —dice—. ¿Usted es el dueño de ese negocio? El otro asiente y Peralta le ex- tiende la mano y se presenta. Sin darle tiempo a reaccionar, le expli- ca que necesita una bicicleta para su hija. No confiesa el olvido im- perdonable, aunque sabe que será comprendido, piensa que no hay suficiente tiempo y no es necesario. Dice, en cambio, que del apuro dejó el regalo en su casa. El dueño del local no parece molesto, tampoco demasiado in- teresado en la historia. Saluda a alguien que pasa por la vereda de enfrente y vuelve a mirar a Peralta. Deja pasar unos segundos, como si dudara. Después, con algo de resig- nación, dice que está bien, que lo espere ahí. Peralta aguarda, inmóvil. El pueblo está ahora más silencioso todavía que hace un rato. A lo le- jos, un grupo de perros le ladra a una camioneta. Y no mucho más. Es la hora de cenar, piensa Peralta y se da cuenta de que tiene un poco de hambre y de sed. Por hacer algo, mete las manos en los bolsillos, da unos pasos y se detiene frente al local. Algún farol proyecta su som- bra, tenue, sobre la vidriera. Espera ansioso, como sabe que también va a tener que esperar a Mariana. Ella siempre demora en atenderlo. A propósito demora. Por eso él va a tener que tocar el timbre más de una vez y quedarse ahí, como ahora, con las manos en los bolsillos, in- tentando mantenerse sereno, dueño de la situación. Además, sabe que desde la mesita del palier del edi- ficio el guardia de seguridad va a mirarlo con desconfianza, como si no lo conociera, como si él no fuera el mismo que vivía ahí hasta hace sólo unos meses. Eso siempre le da mucha bronca. Un odio visce- ral, casi. Pero tiene que controlarse. Entonces, sonríe y levanta la mano, cordial. El guardia le responde y si- gue leyendo el diario. O simula leer, porque Peralta sabe que está alerta, como un sabueso, mirándolo por el rabillo del ojo. Por fin se escucha la voz metálica de Mariana que, desde el parlante del portero eléctrico, en- tre molesta y preocupada, pregunta quién es. Yo, va a decir Peralta, como hacía antes, como si nada hubiera cambiado. Mariana no le contesta. Yo, repite él. Eso es todo, no tiene por qué dar más explicaciones. Ma- riana no dice nada y Peralta tiene que esperar otra vez, inquieto, hasta que la ve salir del ascensor, en bata y pantuflas, arrastrando un poco los pies porque es tarde y ya esta- ban durmiendo. Y ve, también, que cuando ella pasa frente al guardia lo saluda con un movimiento de ca- beza casi imperceptible, reafirman- do algún tipo de oscura complici- dad. Lo hace a propósito, Peralta lo sabe. Por eso no reacciona. Por eso y porque esta vez él tiene la carta ganadora, el as de espadas. Mariana abre la puerta y entonces, antes de que empiece con los reproches (es muy tarde, no llamás nunca, tu hija pregunta siempre por vos), Peralta se anticipa: le traje algo a Laurita, dice. Así, seco, firme, contundente, sin saludarla siquiera: le traje algo a Laurita, como si fuera un salvocon- ducto o una cachetada. Mariana, sorprendida, se queda mirándolo a los ojos en silencio, intentando des- cubrir si es cierto, o no. Cuando se encienden las luces del negocio su sombra desaparece de la vidriera y surgen, de la nada, miles de objetos que hasta hace un segundo eran invisibles. El dueño se acerca. Ahora lleva puesta una camisa a cuadros y zapatillas. —Por acá —dice, y Peralta sigue al dueño hasta el fondo del local. Papá tuvo que atravesar un bos- que de cosas para conseguirte esta bici, Laurita, pero vos te la mere- cés. Su hija lo mira fascinada. ¿En serio?, pregunta. Sí, era un lugar oscuro y tenebroso, lleno de cosas extrañas que encerraban historias viejísimas, algunas horribles y san- grientas. Laurita se asusta un poco y Peralta se enternece ante tanto candor. No te preocupes, dice, y no puede esconder su felicidad. Está feliz. Inmensamente feliz. Y nadie, ni Mariana, va a poder arruinarle este momento. Cuando llegue le va a exigir que despierte a Lauri- ta. ¿Qué importa la hora? ¿Qué importa que mañana se levante temprano? ¿Qué importan las obli- gaciones cuando uno está por vivir un momento único, irrepetible? O no. Mejor. Mariana va a tener que dejarlo pasar. Eso. Mariana lo deja