Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 54
Pablo Colacrai
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i bien ahora Peralta acelera,
esperanzado y más tranquilo,
hace apenas unos minutos es-
tuvo a punto de rendirse. Pensó en
detenerse en la próxima estación de
servicio para llamar a Laurita y de-
cirle que la camioneta se había des-
compuesto en el camino, que había
chocado, o algo así. Prefería men-
tir antes que afrontar la vergüenza
de ir al cumpleaños de su hija con
las manos vacías. Para eso no ha-
bía perdón, ni consuelo. Además,
ella no, porque era una princesa,
pero Mariana se lo iba a recordar
por el resto de sus días. Fue como
si hubiera podido verla: parada en
la puerta del edificio, bloqueándo-
le el paso con el cuerpo, arrogan-
te, los brazos en jarra y la mirada
cargada de desprecio. No le decía
nada, no le reprochaba nada, sólo se
quedaba ahí, altanera, impasible. La
odiaba tanto cuando adoptaba esa
pose. Pero más odiaba todavía tener
que darle la razón y por eso llegó a
pensar en dar la vuelta y no visitar
a Laurita. Aunque le doliera, era lo
mejor. Entonces, casi milagrosa-
mente, se dio cuenta de que podría
comprar el regalo en alguno de los
pueblos de la ruta. De esa manera,
nadie sabría nunca de su lamenta-
ble descuido.
Esa idea, esa maravillosa solu-
ción encontrada de casualidad, es
la causa por la que ahora Peralta
conduce a toda velocidad con la
ventanilla baja, esperanzado y más
tranquilo, sintiendo cómo el viento
lo despeina. Y es la causa, también,
de que Peralta mire a cada rato el
reloj del tablero y piense que tiene
tiempo, que todavía no son las ocho
y apriete aún más el acelerador, lle-
vando el motor al límite sin escu-
charlo, concentrado en tratar de
adivinar cuál es el mejor regalo para
su hija. Ni osos de peluches, ni be-
bés de juguetes, ni juegos de cocina,
ni rompecabezas, piensa. Todo esos
son regalos demasiado comunes,
intrascendentes. Ninguno va a ser-
vir porque este regalo tiene que ser
especial. Algo que dure por siem-
pre, que Laurita no olvide nunca en
su vida.
Al principio no se le ocurre
nada. Pero no se impacienta, está
calmado; le gusta pensar en su hija.
Más que ninguna otra cosa, le gusta
pensar en Laurita, en sus hoyuelos,
en sus rulos, en sus piecitos. Y así,
un poco después, la solución llega
sola: una bicicleta. Eso es, una bi-
cicleta, dice Peralta, despacio, como
paladeando la idea. Una bicicleta,
repite después hamacándose en el
asiento casi sin poder contenerse de
felicidad. Y menos ahora que de la
nada, al costado de la ruta, aparece
un cartel que anuncia la entrada a un
pueblo y Peralta dobla sin desacele-
rar, haciendo que las ruedas chillen
sobre el pavimento. No tiene tiem-
po de leer el nombre del pueblo. No
le importa. Avanza unas cuadras, se
detiene en una esquina y pregunta
dónde puede comprar una bicicleta.
Un muchacho le indica la dirección
de un negocio que, probablemente,
todavía esté abierto.
—Y si está cerrado —le dice
mientras él ya está poniendo el mo-
tor en marcha otra vez—, toque el
timbre en la puerta gris, es la casa
del dueño.
Peralta da las gracias, se despide
y arranca.
El pueblo se parece a los pue-
blos que conoce. Casas viejas, bajas,