Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 30

Apeco no tuvo tripas para preguntar cuánto tiempo le quedaba y si había tratamiento para curar o para alargar. Se quedó en silencio, como tantas veces en que su respuesta a un malentendido sentimental o un reclamo de trabajo o una crítica literaria era quedarse callado. Nunca cedió a romper la coraza de mutismo por mucho que lo hirieran las palabras del otro, esos reclamos que al repetirlos aumentaban su filo, su innecesaria crueldad. 28 sin saber qué hacer con tanta felici- dad y tanta ternura y tanta tristeza. Y se devolvieron a sus casas ca- minando porque había terminado el horario del transporte público colectivo y no tenían para un taxi. Caminaban sin poder hablar con esas imágenes incrustadas en los ojos, en el alma, y el rumor de la co- rriente indetenible del río y el aro- ma a caimanes en celo y las flores de los árboles tapizando las calles. Y de repente, saber que lo habían despertado sus propios gritos en la pesadilla. ¿Qué quedaría? Con tanto por escribir. Tantas películas le dieron la clave de la solemnidad que acom- pañaba al médico ese mediodía de lluvias y luz sucia donde el clima destemplaba los jirones de la exis- tencia. El hígado estaba sitiado por el cáncer. Abrir, dijo abrir para refe- rirse a la cirugía, es un padecimien- to inútil. Sintió que lo expulsaban del hospital. Nunca lo expulsaron del colegio. Apeco no tuvo tripas para pre- guntar cuánto tiempo le quedaba y si había tratamiento para curar o para alargar. Se quedó en silen- cio, como tantas veces en que su respuesta a un malentendido sen- timental o un reclamo de trabajo o una crítica literaria era quedarse callado. Nunca cedió a romper la coraza de mutismo por mucho que lo hirieran las palabras del otro, esos reclamos que al repetirlos au- mentaban su filo, su innecesaria crueldad. Cuando volvió a la casa esta- ba más impedido. Una enfermera lo acompañaba de día y otra hacía turno de noche. Se aburrió pronto de las pastillas y las cucharadas, y su voz seductora que se oía en pro- gramas de radio nocturnos empe- zó a desvanecerse. ¿Qué quedaba? Soportaba una especie de presen- te inmóvil en el que desaparecie- ron los días y las noches. Como si el tiempo se hubiera trabado para él y se hubiera convertido en una acechanza. Reconocía un estado de rabia sin salida y se frotaba una mano contra la otra. Algo parecido al olvido se instalaba en su mente. Se demoró en reconocer que su hija Margarita, de la cual se había despedido en New York, estaba ahora acá, con él. Vislumbró en- tonces que el final se acercaba. Se dio cuenta de que Antonia entraba a la habitación a verlo y con ella las hijas de Olga, su otra hija, Alicia y Gabriela de siete y cinco años, quienes le preguntaban que cuándo se iba a levantar. Que cuándo iban a cine. De vez en vez abría los ojos y se quedaban quietos, ostiones mo- ribundos en las aguas opacas de los manglares.