Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 29

Una llovizna apretada enredaba más la movilidad del tránsito en Bogotá. Calles destrozadas, grúas quietas, trancones, desvíos y la cla- ridad extraña del alumbrado públi- co colándose entre el agua. Otra vez la recuperación de las sensaciones: vuelta a casa. Regresar. El conductor del taxi lo vio cansa- do y tomó la valija para entregarla al portero. Éste lo saludo y llevó el equipaje a su puerta en la primera planta. La dolencia predominaba y le impedía reconocer el paliativo, o las alegrías dispersas de llegar, de aligerar lo que el viaje ponía en suspenso. Abrió la puerta y explo- ró la pared con la palma de la mano mientras daba con el interruptor. Lo oprimió. Y allí estaba lo que dejó: la mesa peque- ña. La sala de espacio recogido. El estante con las tazas. Los carteles que celebra- ban su en- tusiasmo por algún filme. La fotografía de cuerpo ente- ro que casi ocu- paba la altura de la pared y arrojaba un ánimo alegre: Gabriel García Márquez y el fotó- grafo Hernán Díaz. Parecían unos invitados satisfechos, de los que no quieren irse y abrazan al anfitrión. Ahí en la pared, lo esperaban. Lo único que deseaba era tirarse en la cama pero se asomó a la ha- bitación de las alquimias, con su orden geométrico de libros, copias digitales de películas, el ordenador, un PC de pantalla grande. Sobre las superficies reposaba la capa de pol- vo que delata las ausencias. En la mañana no terminaba de despertarse cuando sus dos hijos, los varones, llegaron al borde de la cama y lo conminaron: nos vamos contigo al médico. Oyó el contigo como un énfasis, un subra- yado doble, y sin fuerzas para discutir fue al baño, se hizo un aseo desgana- do y lo cubrió con la colo- nia que le gustaba, Polo, uno de los aromas interesantes que no se camuflaban con las selvas ni las hierbas aromáticas. Invención humana. Olor de la época. Se sabía tan devastado que cuando el facultativo, le gustó decir facultativo, dijo sereno una receta que suponía lo indiscutible de una orden —nos vamos para el hospi- tal—, no preguntó nada, ni se opu- so. Aquí la percepción única es que se entregaba a esa parte del destino ignoto, sin señales, pura revelación. Exámenes y exámenes, un dre- naje que le quitó el peso en el vien- tre. Días de reclusión en el hospital con los anuncios de sus amigos pe- riodistas que referían la noticia de su salud averiada en un hospital. Él, que nunca fue al médico. La pre- sencia de amigos, ¿que no veía hace cuánto?, le llevó la preocupación de que algo que no le habían informa- do estaba sucediendo. Entre imprecisiones y esperas del diagnóstico en el hospital se acabó su paciencia. A una amiga de todos los tiempos que fue a verlo le dijo: Esto se complicó. La fortaleza y los cimientos que puso al ánimo se derruían con el paso de los días. La luz sucia al amanecer colándose por las per- sianas. El mal dormir de los hijos que se turnaban para acompañarlo en un sofá frío. La enfermera y su saludo risueño de rutina. La impar- cialidad simulada de los médicos. La actualidad que poco a poco se le fugaba en el televisor de la ha- bitación con sus noticieros donde la única jerarquía es la noticia. El anudamiento de los hilos de la vida cuando recibió a su amigo Álvaro Medina y rememoraron la noche en que se fueron por las avenidas de la ciudad recién hecha, a la sala donde proyectaban Los cuatrocien- tos golpes. Y ese niño que corría y corría hasta que prendían las luces. Allí estaban los dos, después que se desocupó el cine, los dos mirándose 27