Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 26
24
instante parecía salir de su novela
después de tantos años.
Otra vez la risa empozada: se
anunciaba por un incidente de
aquellos días. Habían ido al mar,
Sierra, él, un novelista que fue cro-
nista de guerra con máquina de
rodillo y teclas ruidosas al hombro,
y un poeta que dirigía un movi-
miento de artistas. A la semana
siguiente había recibido del poeta
una fotografía en la cual todos ju-
gaban: alguno en calzoncillos, otro
con el pantalón arremangado, en-
tre las olas de salto alto del Cari-
be. En el respaldo había escrito: en
recuerdo de la orgía de sol, mar y
nalgas. Dejó la fotografía en la vi-
trina de sala donde la mujer de su
padre guardaba las tazas chinas con
su decoración en relieve de ramas
de cerezos y borde dorado, las car-
tas que alguna vez contestaría, las
latas de las galletas importadas, la
dulcera con la jalea de guayaba y los
animalitos de cristal de colores.
Al volver de la Universidad
donde hacía esfuerzos por seguir
en la facultad de Derecho, encontró
a su padre vuelto una furia. Había
abandonado la mecedora donde
se balanceaba para aliviar el sopor
quieto del mediodía, y blandía con
su mano en alto el papel esmaltado
blanco y negro. Lo único que me
faltaba, repetía, mientras caminaba
de un extremo al otro de la sala, sin
mirarlo. Lo único que me faltaba,
mi único hijo varón y resulta con
una parranda de maricas. Respiraba
el aire tibio, recalentado por su ira
y continuaba, no quiero maricas en
mi casa. No quiero.
Él sorteó la indignada moles-
tia y encontró mansedumbre para
decirle: padre es una metáfora. Sus
palabras suaves, casi tiernas, tuvie-
ron el efecto de la vara inclemente
que hurga la herida en el toro y, su
padre, con las frases que arrojaba
como un telegrama viejo por las
desarmonías de su respiración alte-
rada, retomó la erupción de rabia:
¡Qué metáfora ni qué jerigonza ni
metamierda! ¡Maricadas, marica-
das, maricadas!
Tampoco pudo esta vez ver aflo-
rar la risa. No logró expulsarla. Un
dolor más fuerte se anunció en el
torso, en la espalda, en el vientre.
Nube sin viento que se instala en el
cielo podrido de tormenta.
Con lentitud se dio vuelta en
la cama hasta tener los pies en el
suelo. Movió la persiana y puso
sus láminas paralelas. Miró entre
ellas. Vio mucho de lo que amaba.
Desde el paisaje escueto de su geo-
grafía literaria, mundo de restos y
agonías, hasta este portento de ras-
cacielos, puentes, el río, y enormes
aviones boeing que se metían entre
las ventanas de las torres y las de-
rruían. Subió la persiana y le pare-
ció observar una pecera detrás del
aire de acero esmerilado, azuloso,
en que estaba sumergida la ciudad.
Lo perturbó el pensamiento de que
no la había visto bajo la lluvia. Se
propuso revisar el periódico para
saber si uno de sus directores de
cine preferidos estaría en un bar del
Village, de esos de notas de saxo
incrustadas en la atmósfera y en las
paredes con retratos y carteles vie-
jos que la culpa o la gratitud tardía
hacen memorables, y lo imaginó
con su rostro apacible de judío tra-
vieso, su angustia mental, sus len-
tes de vidrio grueso, con el saxofón
persiguiendo un solo.
Se dispuso a prepararse para sa-
lir. En el cuarto de baño fue cons-
ciente por primera vez del color de
su piel. Una palidez que desconocía
estaba en el espejo, en el resplandor
fijo de la luz halógena. El recuerdo
de la fotografía en el mar lo acercó
a la sombra de cómo era. Más alto.
El cabello negro al rape. Los ojos
orientales sin gafas. La punta de la
nariz delgada. Los labios volunta-
riosos sin fisuras. Había perdido
cabello y el descampado arzobispal
de la cabeza en la coronilla dejaba
una forma noble que surgía como
piedra marina del cercado espumo-
so que caía sobre su cuello.
Atribuyó el color y el abotaga-
miento del rostro a la vigilia y a la
incomodidad del viaje y dejó salir el
agua de la ducha hasta que estuvo
caliente. Se abandonó al calor y al
sonido del agua que lo aislaba más,
y después de un rato entre el va-
por se arropó con la toalla. Se pasó
la máquina de afeitar al tacto por
donde estaban erizados los pelos de
la barba.
Cuando abrió la puerta, Anto-
nia venía por él. Desde la otra puer-
ta Margarita y el marido la miraban
avanzar por el corredor. Bajaron en
el ascensor, de mecanismos suaves
y precisos, que ahora desprendía el
olor a limpiametales y sus partes de
bronce brillaban en la iluminación
discreta.
En la calle respiró cuidadoso
con el propósito de llenar los pul-
mones. El aire del invierno no le
produjo ningún bienestar. Después
de varias cuadras, el placer que so-
lía sentir al caminar las calles de las
ciudades que visitaba quedó agota-
do. Se supo exhausto, sin más pasos.
Encontró una excusa vaga que no
alarmara y contó que estaba des-
compensado por el viaje. Antes de
continuar a buscar el carro hicie-
ron un descanso en un Starbucks
con los barriles y sacos de café de
orígenes diversos a la vista. Ob-
servó los jarros y tazas exhibidas
para verificar si había alguna que
no tuviera en su colección. Era un
capricho que había empezado con
un recuerdo de viaje que le había
traído una enamorada reciente.
Como en otros amores distantes, él
prolongaba el recuerdo y no dejaba
de aumentar el talismán, la prenda
contra el olvido, para celebrar la pa-
sión y castigarse por ausencia. Así
acumuló libros de Cortázar, can-
ciones de Benedetti, películas de
Jarmousch, líneas y líneas en rollos
de papel descontinuados de teleti-
pos vetustos y La dalia negra de Ja-