Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 25
culas. El estómago le dolía por to-
dos los lados y la piel desde el bajo
vientre hasta las tetillas se había
puesto tensa, de tambor.
Le hubiera gustado atrapar la pre-
gunta de Margarita: ¿Te acuerdas?
¿De qué se acordaba él?
En la fluorescencia plata-gris de
la estación fría que terminaba dejó la
vista en el Central Park, los árboles
indigentes con las primeras yemas
y algunos cuervos perdidos en las
ramas de cortezas heladas, los sen-
deros con fango, las ardillas raudas.
Descubría en las bolsas de tela livia-
na o papel áspero que llevaban las
oficinistas rubias, con su andar entre
militar y sensual, con el cuidado de
quien transporta huevos, las puntas
de los tacones de siete centímetros
que se quitaban para no estropearlos
en ese suelo sin tapetes.
Llegaron al hotel donde ha-
bían hecho la reserva. Uno de los
edificios bajos de ladrillos, con una
recepción en penumbra, de escasa
decoración, con alojamiento con-
fortable.
Entraron a la habitación doble y
él a la sencilla que estaba contigua.
Antonia preguntó si podía irse con
él. Le dijeron que más tarde, que
dejará a Apeco descansar y duchar-
se. Los mayores habían aceptado el
acercamiento fonético de los niños
al nombre del abuelo. Alberto se
convirtió en Apeco. Apeco.
No pudo levantar la persiana de
madera y soltó la valija de viaje en
el suelo. Casi mil millas de carrete-
ra. Se echó en la cama y estuvo boca
arriba mirando sin mirar el techo y
afligido por no entender lo que le
ocurría, la fatiga, las ganas de no
vivir, el desconsuelo, el nuevo aba-
timiento.
Entonces, en medio del techo
vacío con la capa gruesa de pin-
tura de aceite color marfil, las lu-
ces estaban en las lámparas de pie
y de mesa, lo asaltó sin violencia la
novela de su amigo Alberto Sierra.
Aquella novela, Dos o tres invier-
nos, a la cual él le había escrito el
prólogo. La escritura mostraba una
estética afín y se parecía a una in-
troducción de autor. Una novela del
hastío, de la ausencia de horizonte,
del despojo existencial, que lo había
entusiasmado. Se detuvo a conside-
rar los pocos pensamientos que le
obedecían: que si acaso él, como el
personaje femenino de Sierra, es-
taba frente al muro, sin salida, sin
vuelta, sin regreso. Le habría gus-
tado a Alberto Sierra saber que este
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