Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 24
En el correo electrónico, como
tantas veces, estaban las noticias
suyas. Éstas me llegaban desde
algún hospedaje de carretera. Hacía
un viaje de Atlanta a New York.
Peregrinaje lo llamaría más tarde en
la crónica que escribió al volver sin
saber que sería la última.
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a decir: apuesto a que no sabes lo
que es haber estado en una clínica
de reposo, como llaman con cierta
compasión al hospital de locos, con
la identidad traspapelada. Curioso
recuerdo, pensó. Y se puso a decir
frases cortas para disimular el ma-
lestar en aumento y a cambiar con
dificultad de posición en el asiento
de atrás del carro donde iban él y
Antonia sin haber sacado el apoya-
brazo de la mitad del espaldar.
Repetía diálogos de películas
con los que jugaba con frecuen-
cia: (Mi revólver es más largo que
el tuyo), (Yo te hablo con los sen-
timientos y tú me respondes con
las palabras), (Soy un hombre viejo
que le tiene miedo a la oscuridad),
(A veces uno encuentra su des-
tino en el camino que tomó para
evitarlo), (Entonces la vida es un
espantoso horror), (Tócala Sam),
(Para mí una película empieza por
algo muy vago). Tres pájaros raudos
que no alcanzó a atrapar: algo de
Hitchcock sobre el crimen perfec-
to en Ventana indiscreta; un libro de
Paul Eluard en una de Godard; una
palabra de Ciudadano Kane que le
hacía anticipar a Brando y su tan-
go patético y su poder de padre y
patrono.
Margarita, su hija, al lado del
marido quien conducía, había recli-
nado el asiento y sin abrir los ojos
comentó: Reconocí dos películas.
¿Haces trampa?
Quería reírse y sintió la risa
atrancada. No salía. Ese instante
de felicidad secreta quedaba sin ex-
presión, obturado, apenas para él y
la imposibilidad. Le dolió. De esos
dolores sin lugar que matan todo.
La boca parecía llena de algodón
recién recogido, áspero, seco.
La pequeña, Antonia, abandonó
la cabeza contra su torso. El abuelo
cerró los ojos. Echó la cabeza hacia
atrás hasta dar con el cabezal.
No encontraba otra ocasión en
que hubiera padecido lo que ahora.
Quiso describirlo. Los hilos del tí-
tere, los movimientos o gestos que
alguien le ahorra a uno y le evita
discernir la dirección, su utilidad,
su fundamento, parecían cortados.
Estaban encogidos, lombrices abu-
rridas, inmóviles y gastadas.
Intentó describir, para él mismo,
lo que padecía. No iba a arruinarles
el viaje. Además faltaba poco para
llegar. Era como si las fuerzas, el
ánimo, se fugaran por una grieta
desconocida que él no había abier-
to. Le resultaba difícil atrapar los
pensamientos. Ni siquiera sabía si
en el pozo de inquietud se volvían
burbujas. Era una perturbación dis-
tinta.
Iba encogido en el hueco cuan-
do algo reconocible y alegre para
él lo sacó. La voz de Liza Minnelli
cantando «You are my Lucky Star»
en New York New York con Robert
de Niro. Habían llegado. Margarita
le dijo: lo tenía programado para ti.
¿Te acuerdas?
No cerró más los ojos y trató
de entretenerse con el paisaje de
puentes, túneles, edificios, avenidas,
taxis, limusinas, bocas del metro,
enormes vitrinas, que le eran fami-
liares a fuerza de verlas en las pelí-