Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 23

valoración detenido en la incertidumbre pas- mada de no saber dónde estaba, en el mismo sitio de tantas veces, esta vez se incomodó por el error en la reserva del hotel en Bethlehem. No encontraron habitación y debieron deambular por la noche para atra- vesar esas horas después de las dos del amanecer que parecen trabadas. Distrajeron el inconveniente entre restaurantes de servicio 24 horas y parqueaderos desiertos en los cuales encendían un momento el automóvil hasta que la calefacción ponía tibio el interior. En esa amanecida sintió el ma- lestar. Lo atribuyó a la mala noche. En la estación de combustible don- de volvieron a llenar el tanque y bajaron a desayunar, fue al lavabo. Se limpió con agua caliente la cara y lavó los lentes. Hizo buches. Un bienestar que duró poco lo acom- pañó al café con su olor permanen- te a salchichas doradas y mostaza, papas fritas, chuletas con manza- na. No precisó en cuáles filmes vio esta escena con niñas secuestradas y asesinos que oscilaban entre el instinto de la destrucción y el ena- moramiento. Pronto ubicó la mesa donde su hija, el marido y la pequeña Anto- nia, la más despierta por la aventu- ra de mal dormir en el automóvil, se habían sentado. Distinguió los huevos fritos cubiertos de pimienta de cayena que el yerno empezaba a comer con tostadas de pan negro. Antes de sentarse padeció las as- cuas de la inapetencia y sin quejas ni maldiciones se oyó decir otra vez una frase que le había dicho a uno de sus amigos después de un doble con películas imposibles. Quién sabe si recordó esa vez con el ami- go o la frase voló sola. Afirmó para sí, con ternura y cruel certidumbre: hasta lo malo tiene fin. Optó por un té negro de bol- sa y una tajada de pan blando con mermelada de naranja amarga. Lo atacó sin energías mientras recor- daba desconsolado sus momentos, los más, de glotonería gozosa en los cuales cada plato hacía un ho- menaje a una película o venía la re- membranza de una comida con al- guien de su aprecio. El bacalao con Vásquez Montalbán, el arroz con coco y la posta negra con Cabrera Infante y Myriam, el sábalo frito en manteca de cerdo rodeado por trocitos de caracol de pala y arroz de auyama en Cartagena de Indias durante el festival de cine cuando visitaba a Constancia Cantor en la isla de Manga, el chivo con suero y yuca cocinada en el restaurante guajiro de Yiya. Ninguno de estos recuerdos, más raudos que compa- sivos, en los que apreciaba tanto los platos como la compañía, le devol- vió las ganas de comer y una falta de apetito incómoda ganó terreno. El automóvil volvió a la au- topista y avanzó entre la luz uni- forme encajonada en un techo de cielo gris pizarra sin horizonte. Vio la caravana de camiones con re- molque, sus luces rojas de señales y los tubos altos de escape con su fumarola de globos que ascendían al cambiar de velocidad y se des- hacían. Pensó en Punto de fuga, el filme donde un camión cual enca- bronada ballena blanca persigue al automóvil Pequod de un solo tripu- lante, y tuvo la imagen de Cabrera Infante en la penumbra de una de las viejas salas de cine del neblinoso Distrito Capital de Bogotá, de mu- chas sillas y con la olorosa humedad de sus alfombras de hebra gruesa de trapeador, selva de pulgas, mo- viéndose en la platea con sus pasos cortos mientras contaba cómo es- cribía los guiones y el enredijo que provocó en su mente el guión de la novela de Malcom Lowry, Bajo el volcán, y la risa desordenada del poeta Santiago Mutis que se regó como aguacero sobre un techo de zinc en el silencio reverencial del público de universitarios y el des- concierto del cubano que atinó Intentó describir, para él mismo, lo que padecía. No iba a arruinarles el viaje. Además faltaba poco para llegar. Era como si las fuerzas, el ánimo, se fugaran por una grieta desconocida que él no había abierto. Le resultaba difícil atrapar los pensamientos. Ni siquiera sabía si en el pozo de inquietud se volvían burbujas. Era una perturbación distinta. 21