Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 27
mes Ellroy que compartía con una
generosidad contagiosa.
Una vez en el automóvil le dio a
su yerno una lista con direcciones.
Disimuló con eficiencia el esfuer-
zo y en un ejercicio de brevedad le
indicaba a Antonia para que oye-
ran todos: la belleza acorazada de
Greta Garbo cuando mira por un
telescopio torres y vías y terrazas y
los traduce en toneladas de acero y
cemento, no busca a las estrellas; la
escena donde el espejo envidia la
desnudez de la australiana acaricia-
da desde atrás por el ojo de vidrio
ansioso de Stanley Kubrick; la ca-
pilla de la Universal Funeral Home
donde Marilyn le dijo a Capote: A
veces quiero saber lo que va a pasar;
el lugar del crimen en la novela de
Vásquez Montalbán; el vacío donde
una vez hubo dos torres, y Antonia
mira y mira y recuerda torres de
princesas, bosques encantados, una
película de Burton que le mostra-
ron sus padres.
Se detuvieron en el moma y
le preguntaron si se recuperaba.
Entraron y quiso ver a los artistas
colombianos que tenían obra ex-
hibida. Quería ver también la am-
pliación y, sin exigirse porque no
tenía cómo, entraron. Se sentó a
examinar catálogos y planos. Pensó
sin deliberación en Álvaro Barrios.
Este pintor había diseñado la tapa
de su primera novela. Consideró si
acaso lo lejano atrae a lo que está
cerca o lo que está cercano atrae a
lo que queda lejos. Y rememoró los
collages de Barrios, su San Sebastián
de ojos envueltos en un suspiro y
su Dick Tracy, su irreverencia que
muestra cómo cada época mira y
esa mirada es la única posible. ¿Se-
ría que esa estética los unía?
Cuando volvieron al carro había
oscurecido. Buscaron la calle 17,
entre las avenidas 5ª y 6ª donde un
almacén de música tenía los discos
que no hallaba en otro lugar. Aun-
que hacía meses buscaba unos blues
que Elvis Costello produjo con el
Vio mucho de lo que amaba.
Desde el paisaje escueto de
su geografía literaria, mundo
de restos y agonías, hasta este
portento de rascacielos, puentes,
el río, y enormes aviones boeing
que se metían entre las ventanas
de las torres y las derruían. Subió
la persiana y le pareció observar
una pecera detrás del aire de
acero esmerilado, azuloso, en que
estaba sumergida la ciudad. Lo
perturbó el pensamiento de que
no la había visto bajo la lluvia.
silencio de los músicos de New
Orleans durante la inundación y
el abandono posterior, no pudo
superar la debilidad y prefirió una
mentira suave. Les dijo que ya se lo
habían enviado.
Margarita le guardaba otra sor-
presa.
Rodaron por Manhattan acer-
cándose a la calle 60. En la carrera
2ª se detuvieron en el número 222.
El marido de su hija, Camilo, les
pidió que se bajaran mientras en-
contraba un lugar dónde estacionar.
Lo tuvo enfrente y el asombro le
dificultó creerlo. Percibió otro sen-
timiento: una pequeña zona vacía
se llenaba. A pesar de las dificulta-
des para seguir el curso de los ins-
tantes de bienestar, pudo reconocer
que acababa de saldar una de esas
deudas con uno mismo. Por años se
había propuesto, sin lograrlo, venir
a este restaurante: Serendipity. Vio
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