Revista Cactus Cactus 37 | Page 34

Cactus «No puedo decir que apruebe la violencia y las grescas, pero son parte de la energía que sacamos», sentenciaba Slash. Es en las grietas de su volátil personalidad donde Axl Rose más recuerda a Kurt Cobain. No con los ridículas pataletas que, unidas a un envejecimiento no muy de rockstar, han rebajado al cantante de Guns n’ Roses a poco más que un meme risible en la actualidad; sino en lo delicado de su bienestar emocional, con sus picos y valles. A Axl no parecía funcionarle el tratamiento con sales de litio que tenía prescrito para mitigar el trastorno bipolar —véase Lithium, de Nirvana (Nevermind, 1991)—. Igualmente, se le había puesto de punta su pelirroja cabellera al saber de la historia de Frances Farmer, biopic protagonizado por Jessica Lange mediante, una actriz de la época dorada de Hollywood cuya carrera se había ido al traste por culpa de su enfermedad mental y los abismales cambios de humor que de ella derivaban—véase Frances Farmer Will Have Her Revenge on Seattle, de Nirvana (In Utero, 1993)—. En 1988 Axl Rose ya tenía compuesta su balada grandilocuente November Rain (Use Your Illusion I, 1991). «Como no se haga una buena grabación, dejo la música», fue su amenaza nunca cumplida. Mientras Rose canalizaba sus inseguridades en ira, a Cobain le suponían un infierno de tendencias autodestructivas. Si el líder de Nirvana no podía soportar algo, era sentirse humillado, lo que se convirtió en un escollo infranqueable durante su ascenso al éxito. La reiterada idea de que Kurt Cobain detestaba la fama y eso le llevó a su desilusión vital es bien matizable. En verdad, Cobain siempre fue —«desde los siete años», según dice en sus diarios y su nota de suicidio— un misántropo depresivo. En verdad, Cobain siempre quiso triunfar en la música, porque era el único modo de expresión válido que encontró. Si Cobain hubiera nacido veinte o treinta años más tarde, probablemente habría encontrado solaz artístico en crear contenido gráfico para internet, a juzgar por los dibujos y tiras cómicas que dibujaba en sus cuadernos. Pero le tocó ser un niño de la Generación X, hijo de unos padres que fueron los primeros de todo el vecindario en divorciarse. Como adolescente de los ochenta, el punk rock fue su Sinaí, la guitarra eléctrica el cincel con el que esculpir los mandamientos de su libertad artística. John Lennon podría ser su ídolo, aunque Cobain no entendía cómo se achantó tras mayo del 68 al componer la moderada Revolution, en la que se decía partidario de cambiar el mundo, sí, pero sin destruir ni poner patas arriba nada. Los Pistols, más importantes que los Clash en el criterio de Kurt, habían declarado sus intenciones de manera distinta. La destrucción era permitida y necesaria. Un día, cuando se le ocurrió comentar a unos amigos que pusieran algo de su música preferida, alguien le dijo: «Ya no se llama punk, ahora es hardcore». Aparte de que Kurt detestaba quedar como un idiota, en ese pequeño detalle Kurt quería resultar apasionado y sincero, algo que parecía reservado para el patetismo trágico de The Smiths, The Cure o REM. 34