Cactus
«No puedo decir que apruebe la violencia y
las grescas, pero son parte de la energía que
sacamos», sentenciaba Slash.
Es en las grietas de su volátil personalidad donde
Axl Rose más recuerda a Kurt Cobain. No con los
ridículas pataletas que, unidas a un envejecimiento
no muy de rockstar, han rebajado al cantante de
Guns n’ Roses a poco más que un meme risible en
la actualidad; sino en lo delicado de su bienestar
emocional, con sus picos y valles. A Axl no parecía
funcionarle el tratamiento con sales de litio que tenía
prescrito para mitigar el trastorno bipolar —véase
Lithium, de Nirvana (Nevermind, 1991)—. Igualmente,
se le había puesto de punta su pelirroja cabellera
al saber de la historia de Frances Farmer, biopic
protagonizado por Jessica Lange mediante, una
actriz de la época dorada de Hollywood cuya carrera
se había ido al traste por culpa de su enfermedad
mental y los abismales cambios de humor que de
ella derivaban—véase Frances Farmer Will Have Her
Revenge on Seattle, de Nirvana (In Utero, 1993)—.
En 1988 Axl Rose ya tenía compuesta su balada
grandilocuente November Rain (Use Your Illusion
I, 1991). «Como no se haga una buena grabación,
dejo la música», fue su amenaza nunca cumplida.
Mientras Rose canalizaba sus inseguridades en
ira, a Cobain le suponían un infierno de tendencias
autodestructivas. Si el líder de Nirvana no podía
soportar algo, era sentirse humillado, lo que se
convirtió en un escollo infranqueable durante
su ascenso al éxito. La reiterada idea de que
Kurt Cobain detestaba la fama y eso le llevó a su
desilusión vital es bien matizable. En verdad, Cobain
siempre fue —«desde los siete años», según dice en
sus diarios y su nota de suicidio— un misántropo
depresivo. En verdad, Cobain siempre quiso triunfar
en la música, porque era el único modo de expresión
válido que encontró.
Si Cobain hubiera nacido veinte o treinta años
más tarde, probablemente habría encontrado solaz
artístico en crear contenido gráfico para internet, a
juzgar por los dibujos y tiras cómicas que dibujaba
en sus cuadernos. Pero le tocó ser un niño de la
Generación X, hijo de unos padres que fueron los
primeros de todo el vecindario en divorciarse.
Como adolescente de los ochenta, el punk rock fue
su Sinaí, la guitarra eléctrica el cincel con el que
esculpir los mandamientos de su libertad artística.
John Lennon podría ser su ídolo, aunque Cobain
no entendía cómo se achantó tras mayo del 68 al
componer la moderada Revolution, en la que se
decía partidario de cambiar el mundo, sí, pero sin
destruir ni poner patas arriba nada. Los Pistols,
más importantes que los Clash en el criterio de
Kurt, habían declarado sus intenciones de manera
distinta. La destrucción era permitida y necesaria.
Un día, cuando se le ocurrió comentar a
unos amigos que pusieran algo de su música
preferida, alguien le dijo: «Ya no se llama punk,
ahora es hardcore». Aparte de que Kurt detestaba
quedar como un idiota, en ese pequeño detalle
Kurt quería resultar apasionado y sincero, algo
que parecía reservado para el patetismo trágico
de The Smiths, The Cure o REM.
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