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caliente que expresaba su conexión con la música
montando bulla.
«Es por la sinceridad que la banda muestra
que el público es tan puto violento», decía Slash
en 1988. Había algo que los fans encontraban en
Guns n’ Roses que era imposible de hallar en otros
grupos aparentemente similares de los ochenta,
como Motley Crüe o Poison. Puede que los Guns
recordaran por su aspecto a las bandas de hair
metal, pero no por su música. Bajo esa cobertura
estética que los maquillaba como un producto de su
tiempo, los fraseos de la guitarra Les Paul de Slash
eran puro hard rock setentero.
Esa no era la única dualidad en el seno del
quinteto angelino: el cantante del grupo —Axl Rose
sobre el escenario y Bill Bailey de nacimiento— estaba
en un constante vaivén de conductas erráticas,
hasta el punto de que
su actitud resultaba
imprevisible tanto para
público como para sus
compañeros de grupo,
con quienes no compartía
autobús de gira. El
guitarrista Izzy Stradlin
era el único que lo
conocía desde su infancia
en Indiana, y aseguraba
que su chaladura no
había surgido por ciencia
infusa ni por la fama, sino que siempre había sido un
«lunático» al que le daba por meterse en una pelea a
la primera mirada mala.
Habían diagnosticado a Rose con un trastorno
bipolar. «Puedo ser más feliz que nadie a quien
conozca, tan feliz que llore. Y me puede pasar
lo contrario, en cuanto a estar molesto». Esta
brusquedad de carácter sabía canalizarla muy bien
sobre las tablas, gracias a su falsete agresivo y su
manera de conectar con el público candente. Axl
se alimentaba del estado natural salvaje de sus
fans; Guns n’ Roses no instigaban el conflicto, pero
tampoco se achantaban ante él. «No puedo decir que
apruebe la violencia y las grescas, pero son parte de
la energía que sacamos», sentenciaba Slash.
entro del avión que iba a despegar
desde Los Ángeles, Duff McKagan,
bajista de Guns n’ Roses, levantó la
vista mientras se acomodaba en su
asiento de clase preferente y vio a
Kurt Cobain, que se sentó a su lado. El
vuelo tenía como destino Seattle, hogar de ambos.
Cobain todavía tenía en su muñeca la pulsera
identificativa del centro de desintoxicación del
que se había fugado sin permiso. McKagan dijo al
respecto: «Ambos estábamos jodidos. Hablamos,
pero no en profundidad. Yo estaba sumido en mi
infierno personal, y él también, y era algo que los dos
comprendíamos».
Después de aterrizar, esperando frente a las
cintas de recogida de equipajes, McKagan pensó
en invitarle a Cobain a su casa. Por la situación,
intuía que ambos se encontraban
igual de solos. Fue un pensamiento
rápidamente disipado por la falta de
iniciativa y la distracción de quienes
se acercaban a saludar a ambos
músicos. Para cuando McKagan había
recuperado la atención, Kurt ya se
había despedido de él. McKagan no
volvería a ver a Cobain nunca más.
El cantante de Nirvana tampoco se
quitaría jamás del antebrazo la pulsera
blanca del Exodus Recovery Center.
Era 2 de abril de 1994.
Habría sido bella esa hipotética relación
asistencial entre dos integrantes de bandas rivales
como Nirvana y Guns n’ Roses, tan aparentemente
irreconciliables de otro modo. Por su expresión
artística, no se podría decir que Kurt Cobain y Axl
Rose nadaran en la misma pecera. Mucho menos
por su actitud. El primero, considerado como uno
de los primeros hombres feministas del rock, había
pedido abiertamente a las personas con conductas
misóginas u homófobas que no escucharan su
música ni aparecieran en los conciertos. Por
el contrario, la banda angelina jugaba con las
insinuaciones sexistas en cortes como Used to Love
Her, y sus conciertos estaban sostenidos no solo
por su cruda puesta en escena, sino por un público
Por su expresión
artística, no se podría
decir que Kurt
Cobain y Axl Rose
nadaran en la misma
pecera.
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#37 09–10_2019
Cactus