Revista Cactus Cactus 37 | Page 33

D caliente que expresaba su conexión con la música montando bulla. «Es por la sinceridad que la banda muestra que el público es tan puto violento», decía Slash en 1988. Había algo que los fans encontraban en Guns n’ Roses que era imposible de hallar en otros grupos aparentemente similares de los ochenta, como Motley Crüe o Poison. Puede que los Guns recordaran por su aspecto a las bandas de hair metal, pero no por su música. Bajo esa cobertura estética que los maquillaba como un producto de su tiempo, los fraseos de la guitarra Les Paul de Slash eran puro hard rock setentero. Esa no era la única dualidad en el seno del quinteto angelino: el cantante del grupo —Axl Rose sobre el escenario y Bill Bailey de nacimiento— estaba en un constante vaivén de conductas erráticas, hasta el punto de que su actitud resultaba imprevisible tanto para público como para sus compañeros de grupo, con quienes no compartía autobús de gira. El guitarrista Izzy Stradlin era el único que lo conocía desde su infancia en Indiana, y aseguraba que su chaladura no había surgido por ciencia infusa ni por la fama, sino que siempre había sido un «lunático» al que le daba por meterse en una pelea a la primera mirada mala. Habían diagnosticado a Rose con un trastorno bipolar. «Puedo ser más feliz que nadie a quien conozca, tan feliz que llore. Y me puede pasar lo contrario, en cuanto a estar molesto». Esta brusquedad de carácter sabía canalizarla muy bien sobre las tablas, gracias a su falsete agresivo y su manera de conectar con el público candente. Axl se alimentaba del estado natural salvaje de sus fans; Guns n’ Roses no instigaban el conflicto, pero tampoco se achantaban ante él. «No puedo decir que apruebe la violencia y las grescas, pero son parte de la energía que sacamos», sentenciaba Slash. entro del avión que iba a despegar desde Los Ángeles, Duff McKagan, bajista de Guns n’ Roses, levantó la vista mientras se acomodaba en su asiento de clase preferente y vio a Kurt Cobain, que se sentó a su lado. El vuelo tenía como destino Seattle, hogar de ambos. Cobain todavía tenía en su muñeca la pulsera identificativa del centro de desintoxicación del que se había fugado sin permiso. McKagan dijo al respecto: «Ambos estábamos jodidos. Hablamos, pero no en profundidad. Yo estaba sumido en mi infierno personal, y él también, y era algo que los dos comprendíamos». Después de aterrizar, esperando frente a las cintas de recogida de equipajes, McKagan pensó en invitarle a Cobain a su casa. Por la situación, intuía que ambos se encontraban igual de solos. Fue un pensamiento rápidamente disipado por la falta de iniciativa y la distracción de quienes se acercaban a saludar a ambos músicos. Para cuando McKagan había recuperado la atención, Kurt ya se había despedido de él. McKagan no volvería a ver a Cobain nunca más. El cantante de Nirvana tampoco se quitaría jamás del antebrazo la pulsera blanca del Exodus Recovery Center. Era 2 de abril de 1994. Habría sido bella esa hipotética relación asistencial entre dos integrantes de bandas rivales como Nirvana y Guns n’ Roses, tan aparentemente irreconciliables de otro modo. Por su expresión artística, no se podría decir que Kurt Cobain y Axl Rose nadaran en la misma pecera. Mucho menos por su actitud. El primero, considerado como uno de los primeros hombres feministas del rock, había pedido abiertamente a las personas con conductas misóginas u homófobas que no escucharan su música ni aparecieran en los conciertos. Por el contrario, la banda angelina jugaba con las insinuaciones sexistas en cortes como Used to Love Her, y sus conciertos estaban sostenidos no solo por su cruda puesta en escena, sino por un público Por su expresión artística, no se podría decir que Kurt Cobain y Axl Rose nadaran en la misma pecera. 33 #37 09–10_2019 Cactus