“Dic ergo nobis quid tibi videatur licet censum dare Caeseri an no”. Mateo 22:17
“¿Nos es lícito pagar el tributo al César o no?”
Esta pregunta que los fariseos formulan al hijo de Dios vivo hace dos mil años, sigue vigente en nuestros días. Por supuesto que haciendo una traspolación de los términos utilizados. En aquellos lejanos tiempos el César era el emperador, personificación misma de la divinidad, según las creencias del pueblo romano. Hoy el término César lo entendemos referido a la autoridad.
El contexto histórico en el cual la cuestión se plantea es también distinto. La interpelación es formulada en el marco del sojuzgamiento del pueblo judío por los romanos.
En ese sometimiento –no exento de crueldad- los tributos desempeñaron un papel fundamental. Fueron una herramienta de dominación de un pueblo conquistado por el imperio más poderoso de aquellos lejanos tiempos. Lejos están de constituir instrumentos destinados a permitir que la autoridad pudiera llevar a cabo la actividad que le es propia –como se concibe en la actualidad- de gestora del bien común, uno de cuyos principales aspectos es la satisfacción de las necesidades de la comunidad.
La pregunta que encabeza estas reflexiones es sumamente profunda, pues interroga acerca de la licitud del pago de los tributos. Y nos lleva a la distinción de lo que es lícito y lo que es justo. Tales términos, ¿pueden designar realidades distintas?
En un sentido estricto, lícito sería aquello que se apega a la ley, justo es aquello que es equitativo, ecuánime, imparcial y razonable. Justo es ser equilibrado, es otorgar a otro lo que corresponde según el caso; también, lo justo está relacionado con la exactitud. Algo justo, en este sentido, no tiene nada que le falta ni que le sobre.
Lo lícito debería ser justo. Pero, ¿es siempre así?
El término lícito, que se emplea en el interrogante que se plantea a Jesucristo, guarda coherencia con el pensamiento de quienes formulan la pregunta. Son los fariseos. Sector religioso del templo judío, que se caracterizaba por su apego –cuasi fanático- a la letra de la ley. A lo lícito. No es que ello sea intrínsecamente reprochable, se convierte en objeto de reproche cuando ese cumplimiento legalista, es meramente externo y no responde a lo que es justo. Jesús les reprocha esa actitud (cf. Lc 18:10-14).
En los tiempos actuales, un tributo sería lícito, si es impuesto por la ley, y se respeta el procedimiento formal previsto en la Constitución para la sanción de las leyes, pero si ese tributo recae sobre la población exigiendo su pago en la misma proporción a quienes tienen una riqueza importante y a quienes sólo tienen lo necesario para vivir, sería injusto. Porque no sería equitativo, ecuánime, razonable.
Profundizando el análisis, puede decirse que un tributo puede considerarse injusto, ya sea por defecto de su causa eficiente, o de su causa final, o de su causa material o de su causa formal.
1) La causa eficiente. El impuesto justo es el que emana de la autoridad legítima. Los moralistas consideran que un tributo es justo si está dado por un poder político justificable «de facto», aunque no lo fuera «de iure» con tal que el tributo resista las demás condiciones.
2) La causa final. El fin de la recaudación impositiva debe ser el bien común; los impuestos o tributos deben estar al servicio de la utilidad común y la redistribución de la riqueza. En este sentido, puede ser una causa de injusticia el mal empleo de los impuestos, por la deshonestidad o negligencia en la administración de dichos fondos.
LOS TRIBUTOS, SU LICITUD Y JUSTICIA, Y LA PAZ SOCIAL