Miró a través de la ventana, era muy tarde, y aunque se veía el brillo de las estrellas, no alcanzó a ver la intensidad de la noche. Veía el cielo a cuadrículas, y llevaba soñando algunos meses con poder mirar el horizonte a cielo abierto, y pensando que aún tendría que esperar un poco más, un poco más antes de salir al encuentro de su padre.Después de mucho sin verse, recibió su carta la semana pasada, una carta larga que atesoraba hasta que pudiera abrazarlo. Su padre, su maestro en el duro oficio de sobrevivir. En aquel lugar donde estaba era difícil encontrar un momento, un espacio propio para llorar, para estar a solas.
Sentía que había perdido la privacidad, la intimidad, aunque hubiera ganado en otras cosas. Un día hablando con un amigo, se preguntaba que qué sacában con estar aquí; particularmente le contestó que de donde él venía, estar aquí era un lujo, aparte de tener comida y muchos cuidados –porque la gente sí que le trataba bien- se podía estudiar, obtener los papeles y poder tener una vida mejor; mientras le contaba estas cosas, pensaba que su interlocutor, que era un chaval oriundo del lugar, siempre había tenido estas cosas a mano, y que por eso no las valoraba. Él, medio desconcertado, le lanzó una mirada de incredulidad, como diciendo “pero qué está diciendo este colgao”, y le devolvió la mirada con la certeza firme de sus palabras, de sus razones, de sus experiencias.
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