POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 79
»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que
don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo,
era menester matarle en seguida y con dignidad.
»–Don Guillermo –gritó otro–, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a
buscar tus lentes?
»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero;
don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de
verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios
agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que
compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un
piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí
parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía
que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde
vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.
»–Guillermo –gritaba–. Guillermo, espérame, voy contigo.
»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No
podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una
seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó
entre las filas.
»–Guillermo –gritaba ella–. Guillermo. Guillermo. –Se había agarrado con
las manos al barandal del balcón y se balanceaba de alante atrás–.
¡Guillermo!
»Don Guillermo hizo otra señal con la mano en la dirección de donde
llegaban las voces y se adelantó entre las filas con la cabeza erguida.
No se hubiera podido decir lo que le estaba pasando más que por el color
de su cara.
«Entonces, un borracho gritó: "Guillermo", imitando la voz aguda y rota
de la mujer. Don Guillermo se arrojó sobre aquel hombre, ciego, sin ver,
y las lágrimas le corrían por las mejillas. El hombre le dio un golpe con
el bieldo en el rostro y, bajo el golpe, don Guillermo cayó al suelo
sentado, y se quedó allí sentado, llorando, aunque no de miedo, mientras
los borrachos le golpeaban; y un borracho saltó a caballo sobre sus
espaldas y le golpeó, dándole con una botella. Después de eso, muchos
abandonaron las filas y su lugar fue ocupado por los borrachos, que eran
los que habían estado escandalizando y diciendo cosas de mal gusto desde
las ventanas del Ayuntamiento.
»Yo me había quedado muy impresionada al ver a Pablo matar a los guardias
civiles; fue una cosa muy fea, pero yo me decía: "Hay que hacerlo así.
Así es como hay que hacerlo." Y, al menos, en ello no hubo crueldad; sólo
les quitamos la vida, cosa que, como hemos aprendido en estos últimos
años, es fea, pero también necesaria si queremos ganar y salvar a la
República.
»Cuando se cerró la plaza y se formaron las filas, yo admiré y comprendí
lo hecho como una idea de Pablo, que me parecía, sin embargo, un poco
fantástica y me decía que todo aquello tenía que hacerse con buen gusto
para que no fuese repugnante. Si los fascistas habían de ser ejecutados
por el pueblo, era mejor, desde luego, que todo el pueblo tomase parte, y
yo quería tomar parte y ser culpable como cualquier otro, ya que también
esperaba participar en los beneficios cuando el pueblo fuera nuestro del
todo. Pero después de lo de don Guillermo experimenté un sentimiento de
vergüenza y de desagrado, y cuando los borrachos entraron en las filas y
los otros empezaron a marcharse como protesta, yo hubiera querido no
tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo entre las filas y opté
por alejarme. Crucé la plaza y me senté en un banco, debajo de los
grandes árboles que daban s