POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 62

—Sí, pero no he encontrado ninguna que me haya conmovido como ellas dicen que deben conmovernos. —Creo que estás mintiendo. —Quizá mienta un poco. —Pero quieres a María. —Sí, mucho; no sé por qué. —Yo también la quiero. La quiero mucho. Sí, mucho. —Yo también –dijo Robert Jordan, y sintió oprimírsele la garganta–. Yo también. Sí. –Le causaba placer decirlo y lo dijo solemnemente en español:– La quiero mucho. —Os dejaré solos cuando volvamos de ver al Sordo. Robert Jordan no dijo nada de momento. Pero luego: —No es necesario. —Sí, hombre. Es necesario. No tendréis mucho tiempo. —¿Has visto eso en mi mano? —No, no debes creer en esas tonterías. Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República. Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír. —Está el día también –dijo la mujer de Pablo–. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. –Y se echó a reír. Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar. —La quiero a usted –dijo–; la quiero a usted mucho. —Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor –repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente–. Sientes cariño por ¡todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín. Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta. —¡Hola, conejito! –dijo, y la besó en la boca. Ell a se apretó contra él y luego le miró a la cara. —¡Hola, hola! –dijo. Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro. —Es una cosa indecente –le dijo a Pilar– y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha. —La cuido –contestó Pilar–; ese camarada es su novio. —¡Ah! –exclamó Fernando–, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal. —Me siento muy dichosa de que piense así –dijo la mujer. —Lo mismo digo –asintió Fernando gravemente–. Salud, Pilar. —¿Adonde vas? —Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo. —¿A dónde diablos vas? –preguntó Agustín al hombrecilio grave, cuando éste comenzaba a subir por el sendero. —A cumplir con mi deber –contestó Fernando, con dignidad. —¿Tu deber? –preguntó Agustín, burlón–. Me c... en la leche de tu deber. –Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo:– ¿Dónde está ese c... que tengo que guardar? —En la cueva –contestó Pilar–; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías. —Me c... en la leche de tu cansancio –siguió Agustín.