POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 54

—Como quieras –dijo Robert Jordan, y, riendo, apoyó una mano en el hombro del gitano–. No las tomes, entonces, demasiado en serio. Hazme ese favor. Y ahora, acaba de comer y márchate. —¿Y tú? –preguntó el gitano–. ¿Qué es lo que haces tú, a todo esto? —Voy a ver al Sordo. —Después de esos aviones, es fácil que no encuentres a nadie en todas estas montañas –dijo el gitano–. Debe de haber mucha gente que ha sudado la gota gorda esta mañana cuando pasaron. —Esos aviones tenían otra cosa que hacer que buscar guerrilleros. —Ya –contestó el gitano, y movió la cabeza–; pero cuando se les meta en la cabeza hacer ese trabajo... —¡Qué va! –dijo Robert Jordan–. Son bombarderos ligeros alemanes, lo mejor que tienen. No se envían esos aparatos a buscar gitanos. —¿Sabes lo que te digo? –preguntó Rafael–. Que me ponen los pelos de punta. Sí, esos bichos me ponen los pelos de punta, como te lo digo. —Van a bombardear un aeródromo –dijo Robert Jordan, entrando en la cueva– ; estoy seguro de que iban con esa misión. —¿Qué es lo que dices? –preguntó la mujer de Pablo. Llenó una taza de café y le tendió un bote de leche condensada. —¿También hay leche? ¡Qué lujos! —Tenemos de todo –dijo ella–, y desde que han pasado los aviones, tenemos mucho miedo. ¿Adonde dices que iban? Robert Jordan derramó un poco de aquella leche espesa en su taza, a través de la hendidura del bote; limpió el bote con el borde de la taza y dio vueltas al líquido hasta que se puso claro. —Van a bombardear un aeródromo, eso es lo que yo creo. Pero pueden ir también a El Escorial o a Colmenar. Quizá vayan a los tres lugares. —Que se vayan muy lejos y que no vuelvan por aquí –dijo Pablo. —¿Y por qué aparecen ahora por aquí? –preguntó la mujer–. ¿Qué es lo que los trae en estos momentos? Nunca se han visto tantos aviones como hoy. Nunca pasaron en tal cantidad. ¿Es que preparan un ataque? —¿Qué movimiento ha habido esta noche en el camino? –inquirió Robert Jordan. María estaba a su lado, pero él no le prestaba atención. —Tú –dijo la mujer de Pablo–, Fernando, tú has estado en La Granja esta noche. ¿Qué movimiento h abía por allí? —Ninguno –replicó un hombre bajo de estatura, de rostro abierto, de unos treinta y cinco años, con una nube en un ojo, y al que Robert Jordan no había visto antes–. Algunos camiones, como de costumbre. Algunos coches. No ha habido movimiento de tropas mientras yo he estado por allí. —¿Va usted a La Granja todas las noches? –preguntó Robert Jordan. —Yo u otro cualquiera –dijo Fernando–. Siempre hay alguien que va. —Van por noticias, por tabaco y por cosas pequeñas –dijo la mujer. —¿Tenemos gente nuestra por allí? —Sí, los que trabajan en la central eléctrica. Y otros. —¿Y qué noticias ha habido? —Pues nada. No ha habido noticias. Las cosas siguen yendo mal en el Norte. Como de costumbre. En el Norte van mal las cosas desde el comienzo. —¿No ha oído decir nada de Segovia? —No, hombre; no he preguntado. —¿Va usted mucho por Segovia? —Algunas veces –contestó Fernando–; pero es peligroso. Hay controles y piden los papeles. —¿Conoce usted el aeródromo? —No, hombre. Sé dónde está, pero no lo he visto nunca. Piden muchos papeles por aquella parte. —¿No le habló nadie de esos aviones ayer por la noche?