POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 50
C APÍTULO OCTAVO
La noche estaba fría. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una
vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro
del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro,
esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la
cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La
chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente
y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante,
paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite
suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las
piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo
sueño.
Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al
despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar
donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se
hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de
humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería
decir que el fuego de la cocina había sido encendido.
Un hombre salió de entre los árboles con una manta sobre la cabeza a la
manera de poncho; era Pablo. Iba fumando un cigarrillo. «Ha debido de ir
a llevar los caballos al cercado», pensó.
Pablo levantó la manta y entró en la cueva sin mirar hacia donde se
hallaba Jordan.
Robert Jordan palpó con la mano la ligera escarcha que se había
depositado sobre la seda, delgada, ajada y manchada, de la funda que,
desde hacía cinco años, le servía para guardar su saco de noche; luego
volvió a deslizarse dentro. «Bueno –dijo, sintiendo la caricia familiar
del forro de franela sobre sus piernas extendidas; las encogió y se
volvió de lado, de forma que su cabeza no quedara en la dirección de
donde ; él sabía que saldría el sol–. ¿Qué más da? Puedo dormir todavía
un rato.»
Y durmió hasta que un ruido de motores de aviones le despertó.
Tumbado boca arriba, vio los aviones que pasaban, una patrulla enemiga de
tres «Fiat», minúsculos y brillantes, moviéndose rápidamente a través del
alto cielo de la sierra, volando en la dirección por donde Anselmo y él
habían llegado la víspera. No habían hecho más que desaparecer cuando,
tras ellos, pasaron nueve más volando a más altura, en formaciones
precisas de tres en tres.
Pablo y el gitano estaban parados a la entrada de la cueva en la sombra,
mirando al cielo, mientras Robert Jordan seguía tumbado sin moverse. El
cielo se había llenado del mugido martilleante de los motores. Hubo un
nuevo zumbido y tres nuevos aviones aparecieron, esta vez a menos de
trescientos metros por encima de la pradera. Eran «Heinkel 111»,
bimotores de bombardeo.
Robert Jordan, con la cabeza a la sombra de las rocas, sabía que no le
veían y que, aunque le viesen, no tenía tampoco mucha importancia. Sabía
que podrían ver los caballos en el cercado si iban a la busca de alguna
señal en aquellas montañas; pero, aunque los vieran, a menos de estar
advertidos, los tomarían seguramente por caballería propia. Luego se oyó
un zumbido más fuerte. Tres «Heinkel 111» aparecieron, se acercaron
rápidamente volando todavía más bajo, en formación rígida con el sonoro
zumbido aumentando, hasta hacerse algo ensordecedor y luego decreciendo,
a medida que dejaban atrás la pradera.