POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 51
Robert Jordan deshizo el lío de ropas que le servía de almohada y sacó su
camisa; y estaba pasándosela ya por la cabeza cuando oyó llegar los
aviones siguientes. Se puso el pantalón sin salir del saco y se tumbó,
quedándose inmóvil al tiempo que aparecían tres nuevos bombarderos
bimotores «Heinkel». Antes de que hubieran podido desaparecer tras la
cresta de las montañas, Jordan se había ajustado la pistola, había
enrollado el saco, disponiéndolo al pie de un muro, y estaba sentado en
el suelo, atándose las alpargatas, cuando el zumbido de los aviones se
convirtió en un estruendo más fuerte que nunca, y nueve bombarderos
ligeros «Heinkel»
llegaron en oleadas rasgando el cielo con su vibración.
Robert Jordan se deslizó a lo largo de las rocas hasta la entrada de la
cueva, donde uno de los hermanos, Pablo, el gitano, Anselmo, Agustín y la
mujer, estaban parados mirando a lo alto.
—¿Han pasado otras veces aviones como éstos? –preguntó Jordan.
—Nunca –dijo Pablo–; entra, van a verte.
El sol no alumbraba aún la entrada de la cueva. Solamente iluminaba la
pradera cercana al torrente. Jordan sabía que los aviones no podían verle
en la oscuridad de la sombra matinal de la arboleda y que la sombra
espesa proyectada por las rocas le ocultaba también. Sin embargo, entró
en la cueva para no inquietar a sus compañeros.
—Son muchos –dijo la mujer.
—Y serán más –dijo Jordan.
—¿Cómo lo sabes? –preguntó Pablo recelosamente.
—Estos que han pasado ahora, llevarán cazas detrás.
Justamente en aquel momento oyeron los cazas, con un zumbido más agudo,
más alto, como un lamento, y, según pasaban, a unos mil doscientos metros
de altura, Robert Jordan contó quince «Fiat», dispuestos como una bandada
de ocas salvajes, en grupos de tres, en forma de V.
A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:
—¿No se habían visto nunca tantos aviones? . ;–Jamás –dijo Pablo.
—¿No hay tantos en Segovia?
—Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis
cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores,
acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.
«Malo –se dijo Robert Jordan–. Malo, malo. Esta concentración de aviones
es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía
no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán
antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna
unidad puede estar en movimiento a estas horas.»
Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su
reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al
menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del
minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber
cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en
todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos
momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla,
amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo
surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas
aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las
sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del
océano...
No se oyó ningún bang, bang, bang, ningún estallido de bombas. Su reloj
seguía haciendo tictac.
Deben de ir a Colmenar, a El Escorial o al aeródromo de Manzanares el
Real, pensó, con el viejo castillo sobre el lago y los patos, que nadan
entre los juncos, y el falso aeródromo, detrás del verdadero, con falsos